Cuando Augusto regresó al comedor para avisarle a Nora que preparara un buen desayuno para Lyanna, vio por la ventana que ella y Mercuccio estaban parados en la galería externa techada que rodeaba la residencia, mirando atentamente el cielo. Augusto salió por la puerta del comedor que daba al exterior y se unió a ellos:
—¿Qué pasa?— preguntó con curiosidad a los otros dos.
—Es Clarisa— gruñó Mercuccio, disgustado—. Algo se trae entre manos— señaló hacia el sur.
Augusto desvió la mirada hacia donde señalaba Mercuccio y vio a la joven en medio del prado, a unos doscientos metros de la casa, vestida con su acostumbrada túnica celeste larga hasta los tobillos, gesticulando con sus manos y haciendo movimientos ondulantes con todo su cuerpo, con la mirada siempre clavada en el cielo.
—¿Qué será esta vez? ¿Otra tormenta?— se preguntó Nora en voz alta.
—No, es otra cosa— murmuró Augusto, mirando el cielo.
Desde lugares lejanos, las nubes obedecían las órdenes de Clarisa, desplazándose a su encuentro, moviéndose según su voluntad. Pero estas no eran nubes negras y sólidas de tormenta, y sus cargas eléctricas no parecían estar en conflicto. Las delicadas hebras de algodón celeste se movían como pinceladas suaves en la tela del firmamento, como si esta vez, Clarisa hubiese decidido pintar un cuadro en el cielo, en vez de obligar al agua a azotar Baikal.
—Está dibujando algo— comentó Nora.
—Eso parece, sí— confirmó Augusto.
—Tal vez descubrió que hay proyectos más creativos y gratificantes que hacer llover cosas— interpuso Mercuccio.
Cuando el dibujo comenzó a tomar forma en el cielo, los tres observadores descubrieron que se trataba de un enorme ojo humano.
—¡Vaya! ¡Es hermoso!— concedió Nora—. Me alegro de que haya encontrado una forma de crear arte con su habilidad. Es decir, un arte que nos guste a todos— se corrigió antes de que Augusto le dijera que las tormentas de Clarisa eran también una forma de arte para ella.
—Creo que debería titularla: Ojo Azul— sugirió Mercuccio.
En efecto, el iris había quedado del color del cielo, mientras el resto del ojo estaba delineado con nubes más y menos densas, combinadas de tal forma que el ojo daba la impresión de ser tridimensional y estar vivo.
Mientras apreciaban la obra de arte de Clarisa, Lyanna se unió a ellos con curiosidad.
—¿Qué están mirando con tanta atención?— preguntó Lyanna, intrigada.
—Clarisa ha pintado un ojo en el cielo con nubes— explicó Augusto.
—Es muy buena— agregó Mercuccio.
Pero Lyanna, en vez de unirse a la fascinación de los otros tres, frunció el ceño, disgustada.
—No se preocupen, terminaré con esto ahora mismo— aseguró Lyanna con decisión, dirigiéndose hacia Clarisa con pasos rápidos y decididos.
—Pero…— comenzó a protestar Mercuccio.
—¿Ly? ¿Qué pasa?— inquirió Augusto.
Pero Lyanna no contestó y siguió alejándose de la casa.
—No entiendo— dijo Nora—. Después de descartar nuestras quejas durante meses por esas inoportunas tormentas, cuando por fin la chica hace algo bueno, ¿Lyanna se molesta?
Desde lejos, los tres presenciaron un extraño intercambio entre las dos mujeres. Clarisa discutía con vehemencia, gesticulando con el rostro y con las manos, y Lyanna, de espalda a ellos, mantenía una postura firme como un roble. La única parte de ella que se movía era su cabeza, negando constantemente todos los argumentos de Clarisa. El altercado duró varios minutos, tras los cuales Clarisa hizo un gesto brusco con sus brazos, borrando completamente la hermosa figura del ojo. Lyanna observó el cielo, y cuando comprobó que ya no quedaba nada de la pintura de nubes, asintió satisfecha y dio una instrucción final a Clarisa, quien apretó los labios con renuencia, pero aceptó la orden con un asentimiento de cabeza. Lyanna asintió a su vez, dio media vuelta y regresó a la casa, resoplando.
—¿Qué diablos…?— murmuró Augusto.
Cuando Lyanna llegó hasta donde estaban ellos, anunció con tono desapasionado:
—Clarisa se irá de Baikal esta misma tarde.
—¿Qué?— la cuestionó Augusto, desconcertado—. ¿La echaste de aquí?
—No me dejó alternativa— respondió ella, a modo de explicación.
—Ly… ¿qué está pasando?— le exigió Augusto una respuesta más clara.
—Ahora no, Gus— suspiró ella como si la discusión con Clarisa la hubiera dejado sin fuerzas—. Necesito una buena taza de té caliente para reponerme— agregó, entrando al comedor antes de que Augusto pudiera seguir cuestionándola.
—¿Qué fue todo eso?— le preguntó Augusto a Nora. Nunca había visto a Lyanna perder los estribos así.
—No lo sé— se encogió de hombros Nora—. Pero en todo el tiempo que tengo de conocer a tu mujer, he observado que hay una sola cosa que puede llegar a alterar su balance.
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Editado: 14.10.2019