La tumba del otoño

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L A    P L A N T A    M A J E S T U O S A
 

Ya había salido el sol, lo sabía porque a través de sus párpados veía la iluminación. Había pasado otro día más en Dryden, otro día más sin estar en la cama del orfanato, otro día sabiendo que no solo es humana sino algo más.
     Abrió los ojos y después de un rato se incorporó. La habitación lucía igual que siempre, pero había algo diferente; la iluminación que venía del exterior era pálida, inmaculada, insípida. Era una luz blanca. Se puso de pie y caminó descalza sintiendo la alfombra rígida de la habitación y se aproximó a la ventana; de ahí provenía toda luz. Abrió las cortinas de un jalón esperando encontrar un día soleado con pájaros cantando y un paisaje verde de vida; pero terminó encontrando un cielo gris con un sol blanco mas no amarillo, no había pájaros cantando y aunque veía árboles verdes, más allá se veían copas secas sin vida. Aquella era la apariencia que le regalaba Dryden y por alguna razón sintió que algo iba más mal de lo que ya estaba; las nubes no tenían ningún relieve distintivo o el cielo era absolutamente gris.
     Casi por instinto pensó en avisarle a su hermano así que se puso una bata gruesa de invierno y salió de su habitación. Recorrió la mansión de arriba a abajo —descubrió que solo habían cuatro habitaciones y dos pisos además del ático—, pero por ningún rincón encontró a Emory y por más que pensaba en Tiger ella no aparecía. Era como si todos se hubieran esfumado. La mansión estaba en completo silencio, tanto que Neeve se sentía como una hormiga entre los enormes muros de la construcción.
     Pasó un buen rato buscándolos, y por instantes sentía que ellos verdaderamente se habían esfumado; aquel día tan horrible que estaba allá afuera no le traía buenos presentimientos. ¿Y si Tiger y Emory habían desaparecido de verdad? ¿Y si alguien se los llevó? Se formulaba un montón de preguntas sin respuesta, pero si de algo estaba segura era de que no podía averiguar nada si se quedaba sentada esperando. Tenía que salir.
     Esta vez encontró en el armario conjuntos con pantalones, eran similares a la mezclilla, peo más suaves y elásticos. Se puso unos color azul y lo que parecía ser una blusa, pero con los botones en la espalda; era de tela suave color negra con encaje blanco en las muñecas. También encontró botas gruesas, como las que usaban los constructores en Minos, se las puso creyendo que serían igual de incómodas como las veía, pero eran demasiado cómodas. Se puso un abrigo y una vez lista salió de la casa. Por fortuna no había ningún caballo con piedras en lugar de ojos y el día era igual de blanco que el de su ventana.
     En los alrededores de la mansión quedaban algunos árboles vivos con hojas en tonos rojizos y marrones, los demás estaban carcomidos por la sequedad y el negro dominaba sus ramas. El suelo estaba cubierto por restos de hojas grises y polvo negro mezclado con unas cuantas  hojas rojizas de otoño. Por delante había un sendero marcado de tierra y limitado por troncos huecos y completamente secos. Neeve fue por ese camino.
     Estuvo bajando por el sendero por diez minutos hasta encontrar una reja de barrotes altos. Era la entrada a la mansión y además, había altos muros de piedra negra que delimitaban el terreno. Nadie había puesto seguro a la reja así que Neeve la abrió con facilidad mirando un bosque tan seco como una piedra. Cerró la reja detrás de sí y siguió su camino confiando en que tarde o temprano encontraría algún pueblo.
     Siguió caminando bajo la fría sombra del bosque muerto. No escuchó ningún ruido además de sus pasos ni vio a ningún animal. A través de las ramas negras pudo ver que el cielo seguía gris y el sol casi le hacía juego, pero mientras más avanzaba, el bosque parecía cobrar vida. Aún quedaban hojas marrones en las ramas, algunos troncos todavía conservaban el musgo y su vitalidad. Cada paso que daba descubría más vivo el bosque y por un momento se sintió maravillada al pensar que no todo estaba en cenizas, hasta que se detuvo a tocar una flor rosa de un arbusto. Era la única entre toda la maraña de ramas retorcidas por la escasez de agua. La flor extendía sus pétalos rosas mostrando su belleza. Entonces Neeve la tocó, solo fue un segundo y la flor se vino abajo con la fragilidad de un castillo de arena. Neeve miró una pequeña acumulación de cenizas que alguna vez fue una flor hermosa.
     Se reprendió a sí misma y juró no volver a tocar ninguna otra cosa.
     Al cabo de unos minutos divisó un corral de madera. Dentro de él había dos ovejas sin esquilar que caminaban con letargo. El corral era demasiado grande para ellas y parecía que al fondo había una oveja más, echada, pero solo fue una ilusión porque Neeve sabía que en realidad estaba muerta. Entonces miró la charola de comida y vio que solo había un puñado de ella. Las ovejas morirían de inanición pronto y terminarían olvidadas como la otra; acostada y dando a entender que está dormida.
     Si así estaba la bandeja de comida, no podía imaginarse los platos de comida humana. Aquella cena que tuvo con Emory, con platillos de primera calidad y abundante proteína, le faltaba a muchos. Y el tiempo estaría contado hasta que todos sus habitantes terminaran como la oveja olvidada. 
     Se apartó del corral y siguió caminando tratando de no volver a ver a la oveja, pero volvió a hacerlo y vio que no había ningún insecto revoloteando al rededor de ella como solían hacerlo. A lo mejor era porque se habían extinguido y no faltaría mucho para que los habitantes de Dryden también.
 


 

             
 




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