La tumba del otoño

4

 

     Nehemias se puso de rodillas sobre el pasto seco, algunas ramas se rompieron con su peso y otras más se desintegraron. Ambas chicas lo imitaron quedando a lado de él.
     —Este es el último sol—dijo Nehemias mirando al cielo grisáceo y al pálido sol—. Significa que ya no tendremos calor y las pocas plantas que quedan morirán sino hacemos algo.
     —¿Hablas de que el sol está muerto? —preguntó Neeve alarmada, había leído un cuento sobre el fin de la estrella más luminosa llamaba Sol, terminaba bastante mal para los terrestres y daba el inicio al apocalipsis—. ¿Cómo?
     —La estrella no murió, no seas tonta —dijo Laodamia con obviedad al mismo tiempo que arrancaba fácilmente el pasto del suelo como si fueran delgados hilos de cabello—. Si de verdad estuviera muerta no estaríamos aquí.
     —Significa que la maldición nos está enfrascando hasta la muerte con una barrera que impide el curso normal de la vida —dijo Nehemias cavando con avidez la tierra seca—. Voy a plantar una iaké que brindará el calor suficiente para mantener vivo a Dryden... Hasta que encontremos otra semilla o podamos romper la maldición. 
     —Es la última semilla que queda —dijo Laodamia tomando la semilla, cabía en la palma de su mano y tenía un color amarillo vibrante. Cuando Nehemias dejó de cavar Laodamia miró con tristeza la última semilla de un sol artificial para Dryden, si no encontraban rápido la solución a las cenizas entonces la muerte estaba a la vuelta de la esquina. Laodamia depositó la semilla con delicadeza en medio del agujero y junto a Nehemias empezó a echarle tierra, entonces Neeve ayudó. La semilla empezaba a perderse entre la tierra y pronto quedó sepultada—. Durará cuatro días a lo mucho.
     Nehemias sacó de su túnica un frasco de vidrio, sellado con un corcho, que contenía un líquido transparente, Neeve pensó que se trataba de un jarabe, pero sólo era agua. El chico destapó el frasco y vertió su contenido sobre la semilla.
     —Soy el único vindicu viviente que puede germinar plantas —dijo Nehemias dándole el frasco a Laodamia para poner las manos sobre la tierra húmeda—. Nadie más lo sabe. 
     Su hermano, el asesino, le había dicho que él era el único capaz de hacer crecer las plantas. Si Nehemias era el único chico con esa habilidad que seguía con vida, significaba que alguien más, además de Emory y él, tenía ese don. Debía ser algún pariente de Neeve y Emory, pero dado que todos sus antepasados eran en mayoría humanos era poco probable. Tal vez Nehemias tenía algún abuelo con esa habilidad. “Es por eso que me acusan a cada rato, por envidia”, eran las palabras de Emory, “nadie más tiene desarrollada la habilidad de la germinación”. ¿Y si Emory era el envidioso? Nehemias mencionó que la muerte de su madre fue a manos de Crowley.
     La tierra empezó a retorcerse después de que Nehemias apartara las manos. De ella empezaron a emerger tallos verdes y fuertes que se entrelazaban, crecían y se unían unos con otros para hacerse más gruesos. Laodamia tenía guardado un tubo con un líquido traslúcido en el bolsillo del chaleco. 
     —Lágrimas de sufrimiento humano —dijo Laodamia con media sonrisa, pero Neeve no se inmutó.
     Laodamia dejó caer el líquido sobre los tallos de la planta y estos empezaron a desaparecer poco a poco. 
     «¿Y si la madre de Nehemias tenía la misma habilidad?», pensó Neeve. 
     La planta crecía velozmente, pero las chicas no podían verla, el único que veía era Nehemias; miraba más allá del rango de las nubes. Era una planta enorme, con el tallo fresco y potente que hacía a un lado la tierra con sus fuertes raíces. Florecía con pequeños frutos amarillentos carentes de semilla, pero ninguno como el que debía instalarse en la punta del tallo más alto. Las hojas se abrían como capullos en primavera y se esforzaban por capturar el poco oxígeno que había, pronto dejarían de esforzarse y cederían a la muerte por más agua que tuvieran. Nehemias veía una gigantesca planta que se alzaba majestuosa por los aires para abrir su última flor hasta lo más alto. Era un fruto incandescente con pétalos rosas rodeando su circunferencia. Empezaba a brillar con la fuerza de mil soles, Neeve y Laodamia veían la intensa luz flotante como un sol y exclamaron de dolor al sentir la quemazón en sus ojos, Nehemias era incapaz de cerrarlos ante tal belleza.
     La iaké dejó de crecer, pero siguió igual de radiante. Nehemias sabía que los pocos animales e insectos con vida saldrían de las frías sombras para reunirse bajo el calor de la planta. Los vindicus serían incapaces de verla y por más que buscaran ese sol falso, sólo hallarían un enorme agujero en la tierra. El chico sonrió victorioso ante su obra, pero también sintió un nudo en el estómago y una presión en el pecho; la última semilla de la planta más codiciada de todos los tiempos había sido plantada para su muerte en unos días. Si el sol volvía a ponerse sobre Dryden, sólo daría una luz fría, ya no calentaría más y volvería a ocultarse para siempre.
     —¡Hace mucho calor! —exclamó Laodamia gateando a ciegas al igual que Neeve.
     Nehemias tomó a sus compañeras del brazo y las ayudó a ponerse de pie. 
     —Las sacaré de aquí.
     Neeve quería salir de ahí. ¿Para qué había cruzado a Dryden si de todas formas iba a morir? El lugar se estaba desmoronando como aquella flor que tocó y todos terminarían como la oveja que vio. ¿Por qué sucedía esto? ¿Qué hicieron los nativos para merecer semejante castigo? Sus padres le dirían que fue la ira de Dios.
     Neeve caminó a ciegas guiándose del brazo de su compañero y abrió los ojos cuando los rayos no eran tan intensos. Sintió la quemazón en su espalda como si le estuviera dando el sol de verano, ¡pero no era un sol sino una planta! Los tres bajaron por una colina y divisaron un pueblo bastante diferente al que vio Neeve. Había casas de tres pisos llenas de ventanas que reflejaban los nuevos rayos del sol falso, los techos eran picudos y de dos aguas, había un gran molino que giraba con lentitud y todos los árboles habían perdido las hojas. 
     —Es Galina —dijo Nehemias.
     Neeve vio diminutas personas salir de sus casas asombrados por la nueva luz que les proporcionaba calor. La temperatura se había elevado considerablemente, era necesario guardar los abrigos y sacar el traje de baño. Los más pequeños salieron corriendo por las calles pensando que la pesadilla había acabado y que las cosas seguirían su curso normal. Lo cierto era que sólo duraría unos días, después de eso ya no se podría calentar la tierra. 
     —Vayamos a casa —dijo Nehemias admirando aquel paisaje radiante con una sonrisa—. Debemos empezar con la verdadera solución.
     Neeve miró al chico que no paraba de quitar esa expresión tan pura y feliz al contemplar los resultados. Sus ojos, que eran como dos zafiros, irradiaban seguridad. Laodamia estaba cruzada de brazos mirando el horizonte, no del todo convencida de lo que habían hecho; era un placebo.
        
     




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