Martes 6 de diciembre del 2011
Nunca sentí tanta desesperación al ver partir a alguien.
Aquella noche en el aeropuerto los nervios y la angustia me embargaron llegando hasta lo más profundo de mi alma.
Al verla irse algo se quebró dentro de mí, sin embargo, no fui capaz de moverme, no fui capaz de impedirlo y eso es algo que me atormentará toda la vida.
No puedo olvidar su rostro lleno de lágrimas y con expresión angustiada, su nariz enrojecida y sus labios hinchados mientras sollozaba entrecortadamente, observándome como si quisiera guardar en su memoria cada parte de mi rostro, repasando mis facciones detenidamente una y otra vez.
Antes de entrar al pasillo que lleva al avión, corrió hacia mí y me abrazó como si nunca lo hubiese hecho, como si su vida dependiera de ello. Fue el abrazo más profundo que he recibido en toda mi vida, la apreté tan fuerte como pude contra mí y hundí mi rostro en cuello, traté de alargar ese momento lo que más pudiera, pero era imposible. La solté lentamente y di un pequeño beso en su frente, ella sonrió y soltando mi mano retomó su camino.
Observé como desaparecía por aquel pasillo, de vez en cuando giraba su cabeza para verme y me sonreía forzadamente; alcé mi mano en señal de despedida y ella me lanzó un beso por el aire antes de desaparecer por completo. Caminé hacia el gran ventanal y después de un rato vi como el avión despegaba y se llevaba al amor de mi vida.
Me sentía perdido, mis piernas estaban entumecidas, mis brazos temblaban y tenía mis manos convertidas en duros puños que los apretaba cada vez más fuerte, podía sentir como mis uñas se clavaban en la palma de mi mano lastimándome; en un intento por controlar mis emociones tensé mi barbilla y mordí el interior de mis mejillas, saboreé el sabor metálico de la sangre en mi boca y lentamente dejé escapar un suspiro. No me había dado cuenta que estaba conteniendo la respiración.
El avión había despegado hace más de treinta minutos y yo aún seguía de pie frente al gran ventanal de salidas internacionales; observé algo distraído el movimiento que se originaba en la pista de aterrizaje; hombres caminaban de un lado a otro con su típico chaleco naranja, los carros que llevan el equipaje se paseaban vacíos, personas controlando que todo estuviese en orden no dejaban de circular por los alrededores; todo transcurría con total normalidad mientras yo me estaba haciendo polvo en medio de un aeropuerto.
La noche comenzaba a caer y las luces de los lados de la pista se prendieron de repente al igual que ciertos faroles, su intensidad hizo que saliera de mis pensamientos; pude notar como el viento se hizo un poco más intenso y movía las hojas de los árboles que se encontraban en el pequeño bosque de atrás del aeropuerto. Alcé mi vista al cielo y vi el color grisáceo que había tomado, el paisaje traía un aire nostálgico que hacía juego con mis sentimientos.
Obligué a mis piernas moverse, di media vuelta y con un autocontrol increíble logré salir de aquella sala sin correr a comprar un pasaje para tomar el próximo vuelo e ir tras ella.
Dando pequeños y pesados pasos, con la cabeza agachada, con mis piernas temblorosas, chocando de vez en cuando con las personas y murmurando unos casi inaudibles “lo siento” que hacían el camino cada vez más largo, por fin, después de una eternidad, pude llegar a la puerta principal del aeropuerto.
Me dirigí directamente al parqueadero, subí a mi auto y como si estuviera en modo automático, manejé descuidadamente a mi casa; no recuerdo cuantos semáforos en rojo me pase, ni cuantas veces estuve a punto de causar un accidente masivo o de cuantas veces estuve cerca de atropellar a niños descuidados que cruzaban la calle cuando se les da la gana o a ancianos lentos que se demoran una eternidad cruzándola.
Mientras manejaba, cientos de pensamientos se arremolinaban en mi cabeza y miles de recuerdos desfilaban frente a mí. No podía dejar de pensar en ella, en su sonrisa, en su voz… en su felicidad. Me dolía perderla, pero sabía que era lo mejor, no podía saber si era un cobarde por dejarla ir y no arriésgame a amarla o si era valiente por el mismo hecho… por dejarla ir con mi corazón y todas mis esperanzas.
Llegué a mi casa y al entrar al edificio, mientras subía las escaleras, rogaba internamente por no encontrarme con la molesta señora del tercer piso que siempre me regalaba un asqueroso pastel de zanahoria y preguntaba por la chica de ojos miel que a menudo me acompañaba. Lo último que quería era escuchar como alababa la belleza y la dulzura de aquella “única señorita”, como solía llamarla ella.
Subí sigilosamente, sin hacer el menor ruido posible, incluso subir esos escalones, que para mí era una rutina diaria, se me hizo una eternidad. Entré a mi departamento, dejé las llaves a un lado, tiré mi chaqueta al piso y fui a mi habitación. Me senté en mi cama y del cajón de la pequeña mesa saqué una fotografía, al tomarla con mis manos un sobre cayó al piso, extrañado y sin saber que era, lo recogí. Cuando lo tenía entre mis manos los nervios me azotaron nuevamente.
Era una carta de la chica de los ojos color miel.
La leí detenidamente haciendo pequeñas pausas para respirar y evitar romper en llanto. Sin embargo, mis intentos de ser un hombre fuerte fueron en vano. Al terminar de leerla y releerla mil veces más, tomé en mis manos la fotografía, contemplé a la chica que sonreía como si no hubiera un mañana, sus ojos tan expresivos, sus graciosas arrugas en la nariz y esos hoyuelos que me encantaban y fue ahí cuando las lágrimas me atacaron, sentí como se deslizaban por mi rostro, cada vez salían más como si jamás planearan parar.
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Editado: 18.03.2020