Tenía demasiadas preguntas y no encontraba respuesta en ninguna parte. Después de la extraña visión, mis sueños se habían llenado de imágenes y voces que gritaban mi nombre y me perseguían por horas incluso al despertar. Las sombras de los muros se alargaban, reptaban y tomaban rostros desconocidos que se me hacían familiares. Cada ventana que abría el viento traía consigo el mismo lejano susurro de lo que vi en el espejo.
Me sacudí en la silla y caí al suelo. ¿Dónde estaban ahora los que me seguían? Giré la cabeza de un lado a otro mientras jadeaba y me acosaban los pensamientos embotados por la inminente sensación de peligro de hacía un instante. Miré en todas direcciones: la pila de libros encima del buró, uno de ellos abierto a la mitad; una pequeña agenda de la que reconocí mi propia letra, y los tres estantes en forma triangular se abrían en dirección a la salida. Un gran cuadro colgaba a mi espalda.
Caí en cuenta de que me encontraba en el salón privado que el profesor Lois me permitía usar de vez en cuando, para mis estudios personales. Tomé el delicado reloj de bolsillo al lado de los libros, ¿en qué momento me dormí? Las agujas marcaban que había transcurrido dos horas desde la última vez que revisé. Pasado el susto, el estómago me rugió y mientras recogía la pluma que había tirado al suelo debido al sobresalto, mi mirada se paseó por los títulos de los textos, la mayoría del estudio de los sueños. Fruncí el ceño. No eran estos por los que pedí permiso al profesor, ni pertenecían aquí; los había visto de vez en cuando en los pasillos olvidados de la biblioteca, ¿por qué los tenía? Guardé la agendita en el bolsillo de la chaqueta y me aseguré de que quedara hasta el fondo.
Hojeé el libro que tenía al frente y leí donde estaba abierto: «La distorsión del recuerdo», decía el título. Cerré el texto y revisé los demás, cada uno más extraño que el anterior, iban desde ensayos sobre el funcionamiento del alma, la memoria y…
—Vidas pasadas —susurré.
—¿Dijo algo? —El profesor Lois estaba de pie en la entrada, vestido con un impecable traje y traía su maletín consigo.
—Nada, solo tuve un sueño —respondí de inmediato. La idea de que me viera examinar esos temas me hizo arder el rostro y rogué por que no se acercara demasiado—. Trato de ponerme al día con el curso.
—No se exija demasiado, señorita Brun. —Colgó el chaleco en el salón y abrió el maletín. Los cajones del buró no me permitían ver lo que había en el interior, pero el profesor pareció notar mi curiosidad, porque se acercó con un par de cuadernos y me los tendió en las manos—. Lo que le pasó fue terrible, ¿está segura de que es momento de retomar su estudio? Todavía tiene unos días de reposo.
—Sí, señor, estar en casa me estaba enloqueciendo.
—¿Por qué lo dice?
—Tengo… —Tragué saliva. Quería ocultarlo, pero si había alguien que pudiera ayudarme a entender lo que pasaba, era el profesor—. Siento que me persiguen en sueños.
Arqueó las cejas y se pasó la mano por la nuca.
—Bueno, señorita Brun, el doctor dijo que esto podía pasar, fue demasiado estrés.
—Lo sé, profesor. Por eso necesito ocupar la mente… —Mis ojos se desviaron hacia las páginas marcadas—. O creo que me voy a volver loca.
El profesor se sacó las gafas y las limpió antes de volvérselas a colocar y mirarme sobre ellas. En ese momento pareció percatarse de los libros apilados en el buró, porque rodeó el mueble y tomó el primero de ellos.
—No sabía que le interesaban estos temas —dijo con una sonrisa. ¿Acaso se reía? ¿Me había dejado de tomar en serio?
Correspondí al gesto con los músculos tensos.
¿Qué iba a decir? Juntos llevábamos a cabo una investigación del uso de diversas sustancias a través del tiempo: armamento, medicinas, poderosas figuras, ¡la Historia misma! Los sueños eran bromas sin sentido para lo que hacíamos, y que creyera que tenía interés al respecto era una burla a mi intelecto.
—No, señor. Estaban aquí al llegar.
Volvió a sonreír mientras dejaba el libro en su sitio.
—Bueno, tiene sentido —rio—. La Alice Brun que conozco no permitiría que temas sin fundamento la distrajeran de lo importante. Acompáñeme, por favor. Supongo que tiene hambre.
El estómago me ardió.
—Se lo agradezco, profesor. —Asintió en respuesta y estiró el brazo para abrirme la puerta. Miré por última vez la página sobre la que me había dormido. ¿Por qué los llevé conmigo, en primer lugar?; sin embargo, aquella no era la pregunta que más me inquietaba.
Había algo, más allá, oculto bajo llave donde no podía acceder. ¿Pero qué era? Descendimos las escaleras caracol del antiguo edificio; el profesor Lois me ponía al tanto de los temas vistos durante mi semana de ausencia y de sus expectativas de los estudiantes de primer año, nunca demasiado altas, pero con unas cuantos iluminados entre la multitud. Me sabía amargo apenas atender a sus palabras, enredadas dentro del caos de mi mente, y me esforzaba por escucharle de vez en cuando.
—Brun.
—¡Sí! —Bajé la cabeza, avergonzada por haber sido descubierta. El profesor frunció el ceño y me barrió con la mirada mientras revisaba de nuevo el cristal de sus lentes.
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Editado: 11.04.2024