El 15 de noviembre de 1876 era un frío día que traía consigo los aromas de la próxima navidad mas en la hacienda Haze, la rutina era la misma y le daba la espalda a las cercanas festividades. Los esclavos, cantantando sus estremecedores canciones desde pasadas las siete de la mañana; Makayla, llenando cada rincón de la casa con su amor risueño; Bonnie, quejándose de los inútiles utensilios de limpieza doméstica que había traído tía Helen de Inglaterra; Nevaeh en algún rincón conspirando un inminente cambio de organización de los muebles con su cómplice el gigante Zion, un indio Cherokee a quien Bernard y Makayla acogieron como suyo; los mellizos fantásticos aún dormían debido a las bajas temperaturas que invitaban a quedarse en cama todo el día.
Ese ese día pude haber hecho lo que hace toda heredera ociosa: quedarme entre las cobijas leyendo a Mary Shelley con una generosa provisión de chocolate mexicano caliente y rollos de canela. Sin embargo, dado que al día siguiente comenzarían las clases era necesario hacerle una profunda limpieza al amplio ático que solía ser el salón de la señorita Caroline Haze y que, debido a su ausencia, había sido dejado en el olvido. Quizá encontrara un Frankenstein con cerebro de esclavista, corazón de abolicionista, manos de esclavo y pies de un indio nativo Americano desterrado de su tierra.
''Mary Shelley no hablaba de un monstruo sin alma sino de un mundo sin alma que crea monstruos a diestra y siniestra para que sirvan de armas aniquiladoras de la humanidad y nos recuerden lo detestable de la naturaleza humana. Los humanos le tememos a lo deforme mas no a lo monstruoso que anida el interior del alma.'' Explicaba mamá para que mis miedos nocturnos causados por leer a la señora Shelley se esfumaran.
El una vez iluminado refugio del saber, ahora estaba todo cubierto de telarañas y polvo. Comencé por gritar lo suficientemente fuerte como para que alguien acudiera con un generoso balde de agua y trapos para limpiar. Era apropiado gritar como una malcriada si el fin era noble.
Tap, tap, tap.
El sonido de unos pasos fuertes que subían las estrechas escaleras me heló la sangre.
El monstruo producto de mi creación venía a vengarse de mi egoísta ser.
Un ser humanoide se acercaba para arrebatarme lo que más amaba.
Una capa negra que ocultaba un rostro familiar se asomaba.
- Señorita, vine tan rápido como pude.- La cálida voz de barítono de Zion asesinó mi proceso creativo mental.
- Llegas justo a tiempo.- hice un gesto para que siguiera.
Zion era un tipo enorme por lo que su ser llenada una gran parte del ático. Parecía Gulliver en la tierra de los Liliputienses.
Descubrió su rostro de cobre cuadrado con pómulos firmes enmarcado por una cabellera negra azabache lisa, cejas planas pobladas, ojos mongoles de color café oscuro, labios puntiagudos con el labio inferior ligeramente más hinchado. Si no fuera porque lo conozco desde que era un adolescente flacucho, su figura erguida de casi dos metros habría hecho que huyera gritando que un salvaje se había escabullido en nuestra tierra.
- Zion.- carraspeé para atrar su atención pues se había perdido en un punto invisible en el techo.- Puedes dejar el balde y los trapos sobre el piso. Creo que puedo limpiar sola.- dije orgullosa de mi espíritu hogareño.
- Como quiera señorita Christine.- dejó el balde y los trapos a mis pies.- Si precisa de mi ayuda, vuelva a gritar.- una sonrisa torcida iluminó su melancólico rostro.
''¡Ajam!''
Dio vuelta y se marchó dejándome con un nudo en la garganta.
- ZION.- pasé saliva.- Pensándolo bien, me harías un gran favor acompañándome.
El gigante asintió y subió los tres escalones que había descendido.
- No hace falta que se limpies. Por favor toma asiento en...
Miré el diminuto mobiliario para un hombre de su talla.
- El butaco de aquella esquina servirá.- señalé un butaco de madera macisa que mamá usaba como mesa auxiliar para desplegar mapas en sus clases de geografía.
Habiéndome asegurado de que Zion estaba acomodado, comencé con mi tarea de sacudir, lavar, escurrir y volver a limpiar hasta que todo quedara impecable.
Estaba por quedarme dormida cuando iba a empezar a organizar los libros así que le pedí a Zion que entonara cánticos de su pueblo.
- Señorita por favor alcánceme el tambor de aquel rincón.
Señaló un tambor de treinta centímetros de diámetro empolvado.
Fui hasta el instrumento y lo limpié cuidadosamente. Con otro trapo, lo sequé.
Como el objeto era algo pesado, lo llevé hasta Zion rodando.
Tan pronto como mi acompañante ubicó el tambor entre sus piernas comenzó a tocar y a entonar una canción cuyo significado no sabía pero se sentía sanador.
No le dije a Zion lo mucho que lamentaba el fatídico destino de sus gentes porque no es correcto demostrar lástima por alguien quien ha superado las penurias de su pasado pero en mi interior temía que toda esa herencia de origen ancestral fuera reducida a libros de historia, si eran escitos por hombres justos, y que los hijos que problablemente no tendría no pudieran presenciar las melodías, los mitos, las leyendas, la sabiduría de los pueblos que en realidad representan el espíritu de Los Estados Unidos.
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Editado: 12.05.2023