La voz

48

El cataclismo que durante las siguientes horas sacudiría hasta los cimientos el poblado de Aguasnieblas, empezó a tomar forma tras la marcha del jefe Henrich.

Era la una treinta de la tarde de un lunes soleado. El horario coincidía casualmente con el momento en el que los Elegidos encontraban el negro libro sobre la mesa de ébano y con la dispersión de los Cazadores.

―¿Es cierto lo que dices? ―preguntó un hombre llamado Milton Daniel a Andrés Santillana, cuando este intentaba cruzar la cinta de curiosos que había frente a la comisaría―. ¿Es cierto que sabes dónde están esos desgraciados?

Santillana, molesto como estaba con Henrich, no se dio cuenta del tono ávido y ansioso de su interlocutor, ni lo mucho que brillaban sus ojos, febriles. De haber captado el tono habría pensado en un mendigo que pregunta dónde están regalando comida. 

―Tan seguro cómo que el sol sale de día ―respondió con firmeza.

Su convicción contagió a los demás, que pronto empezaron a cuchichear que había alguien que sabía dónde se ocultaban los criminales más odiados de la ciudad. Pronto se formó un círculo alrededor de Andrés. El tono y el brillo en los ojos de Milton se replicaba en los demás.

―Pero, ¿cómo lo sabes? ―preguntó alguien a quien Andrés no le vio el rostro.

Santillana lanzó una última mirada a las dos patrullas que se alejaban, luego miró al policía plantado a la entrada de la comisaría, quien miraba ceñudo al grupo. Decidió que lo mejor era irse del lugar en que tan poca ayuda se ofrecieron a brindarle, no a él, sino a toda Aguasnieblas.

Pidió permiso para que lo dejaran caminar; entonces empezó a contar. Mientras contaba no sabía a dónde iba, hasta que se descubrió llegando a parque Central. Ello ocurrió treinta minutos más tarde. El parque, que se ubicaba entre las calles Miguel Ángel y Alah, distaba unas seis cuadras de la comisaría; si se llevó media hora para llegar a él fue por lo lento de la marcha, por lo mucho que tenía que contar y por las veces que se detenía para recalcar ciertos puntos a una cada vez más numerosa audiencia.

Fue una extraña procesión esa que empezó al pie de la comisaría. Formando una cinta frente al edificio había poco más de cien personas, cuando llegaron al parque, la cifra se había triplicado.

Frente a la comisaría había poco más de cien curiosos, poco más de cien personas frustradas, cansadas, aterrorizadas del actuar de los Cazadores. Al parque llegaron trescientas, muchas de ellas armadas, y eran muy pocas las que estaban asustadas. El grupo poco a poco se convertía en una unidad gobernada por la fría determinación de dar con los criminales.

Andrés empezó a contar la historia desde el inicio, eso era, desde la fatídica noche en que murieron los Ederson. Admitió encontrarse muy afectado por no ocurrírsele mirar la placa del auto del maleante de esa noche. Curiosamente nadie dijo otra cosa que no fuera que su conducta era razonable, que cualquiera en su lugar no habría pensado más que en esconderse.  

Después relató el momento en que vio el Corolla. Dijo que hablaba con su hija sobre las muertes de los Ederson y Walter Ortiz, sentado en la banca que había fuera de su casa. Refirió la persecución, numerando las calles y describiendo los giros, de tal manera que cuando terminó su relato, justo a la llegada del grupo al parque, sus trescientos escuchas ya sabían cuál era la Guarida de los Cazadores.

Wilson Williams, dueño de la única armería de Aguasnieblas no abrió su negocio ese día a causa de un presentimiento similar al que experimentó Eduardo Blanco esa mañana. Wilson vivía en Jesús, a solo dos manzanas de la comisaría, y, al asomarse a la ventana llamado por el murmullo que venía del exterior, vio a un grupo de vecinos que escuchaban con embelesamiento a Andrés Santillana.

En ese instante supo que era por eso que se había quedado.  

―¡Ey! ¿Qué ocurre? ―gritó al grupo.

―Parece que ya sabemos dónde se esconden los Cazadores ―gritó alguien.

Wilson no supo quién le respondió, ni nadie de los vecinos que oyeron la respuesta a su pregunta. Lo que sí supo es que era verdad, y que era hora de darles su merecido a esos malnacidos.

Corrió a su cuarto privado, no el que compartía con su esposa, y se metió una escuadra nueve milímetros en la parte trasera de los pantalones. Luego, se colgó un rifle automático al hombro. Tenía dos viejas granadas, de procedencia ilícita, que, tras dudarlo unos segundos, metió en una mochilita que se colgó al otro hombro. Todo eso lo hizo en apenas un minuto. De tal manera que, al salir a la calle, el grupo apenas estaba llegando a la intersección de Novena con Jesús.

―¿A dónde vas? ―preguntó su esposa.

―A hacer justicia ―respondió Wilson Williams.

Su esposa no dijo nada, presa de un gran terror. Se le asemejó su marido a un soldado que parte a una cruenta guerra, donde lo más probable era que no regresara. Con todo, rezó que esa noche volviera para la cena. Le iba a preparar albóndigas con pasta y salsa de tomate, tal como a él le gustaban. Más albóndigas que pasta. 

Wilson Williams no fue el único que se unió a la comitiva en esa manzana. Ni mucho menos. En frente vivía Frank Gonzáles y su hijo Franklin (Frank en realidad se llamaba Francisco). A Frank le había vendido tres años antes una escopeta, que era la que llevaba colgada al hombro cuando junto a Wilson se unió al grupo. Franklin no llevaba nada, era un muchacho de solo dieciséis años, al menos nada visible, pues Wilson apostaría un brazo a que en el cinturón llevaba una pistola corta calibre 38, que él mismo le vendió a su padre el año pasado, bajo de agua, se entiende.




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