La voz

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Eran las 17:20 cuando Henrich se hizo a un lado para que los jeeps se alinearan en el Boulevard. Cuatro autos, uno en cada carril de ambas vías. Los camiones entraron por Decimosegunda, rodearon la manzana y los soldados se apostaron en las bocacalles de Decimotercera.

Tras los jeeps aparecieron las últimas dos patrullas de la comisaría nieblense. Y tras estas, el único camión antiincendios de Aguasnieblas. Agua. Agua. Henrich se preguntaba si el agua sería capaz de apagar aquella antorcha andante del mal. El problema era que ningún vehículo podía acercarse al monstruo sin que este lo volara en pedazos.

«Ni vehículo ni persona ―concluyó―. ¿Cómo entonces se puede acabar con algo así?»

Eran las 17:20, el sol rozaba con uno de sus cantos el horizonte y la noche se cernía en el municipio, promesa de horrores más terribles. Arriba, el manto gris que era aquella extraña nube continuaba suspendida sobre Aguasnieblas. Solo los incendios y aquel disco rojo proporcionaban un poco de luz amarillenta y desapacible.

El resultado era una atmósfera desalentadora que oprimía el corazón.

Bajo aquella luz se viviría uno de los momentos más dramáticos de aquella tarde de horror y muerte en Aguasnieblas.

Los jeeps se alinearon y los soldados prepararon las ametralladoras. El monstruo continuaba avanzando, despacio, inexorable. Henrich fue con el conductor del camión de bombero. Le dio instrucciones. Este asintió, incapaz de pronunciar palabra ante el terrible espectáculo que presenciaba.

—¡Que Dios me guarde! —lo oyó encomendarse antes de ponerse en marcha.

Por un momento el tiempo pareció detenerse.

Elliam avanzaba despacio, maldiciendo su estrella. No porque en frente hubiera cuatro jeeps alineados contra él, apuntándole con armas de alto calibre. Lo cierto era que Elliam nunca había visto una de esas armas en funcionamiento y no sabía el daño que eran capaces de infligir. Y aunque lo supiera, ya se había percatado de que estaban ensambladas en autos. Ya sabía lo sencillo que era deshacerse de esos obstáculos.

Maldecía su estrella porque la gente huía y él no era capaz de correr ni volar. Qué diferente era su presencia en el mundo de la tierra a como la había imaginado. Pero principalmente maldecía su mala suerte porque había percibido a través del vínculo que las anclas se movían. Y él tan limitado. Así jamás podría darles caza. Si salían del municipio sería peor. ¿Qué importaba que incendiara y matara todo a su paso si los sacrificios se ponían fuera de su alcance?

Muy a su pesar se dio cuenta de que no podría solo con aquella tarea. Tendría que recurrir a la buena voluntad de la gente de Aguasnieblas, a la mala voluntad.

Lo único que deseaba era gritar de dolor y cobrar venganza. Pero si de verdad quería vengarse, tendría que sobreponerse al dolor.

Se detuvo y alzó las manos, mostrando las palmas. Diez mil años antes, cinco mil años después, y ahora, aquel gesto significaba lo mismo: rendición, paz, cese al fuego, negociación.

Entonces habló, y amplificó de tal forma su voz que se escuchó a un kilómetro de su posición. En ese radio aún había mucha gente que lo escucharía. Ahora que estaba de nuevo en el plano material no podía hablar en la mente de los demás, así que tendría que hacerlo de la forma convencional. Si bien una voz que se oye a un kilómetro no es una forma muy convencional.

Los militares seguían apuntando, aunque de momento se contenían. Esperaban su próximo movimiento o que hablara.

―Pueblo de Aguasnieblas ―rugió, usó la voz más grave y macabra que tenía. Acertó, los soldados dieron un respingo, rebulleron inquietos, miraron al compañero de al lado, buscando ánimo, confirmando que no eran los únicos que sintieron el miedo recorrerles la piel en forma de escalofrío. Se miraron y se dieron ánimos en forma de briosos asentimientos de cabeza. En las casas donde se escuchó la voz, en aquellas en las que la gente aún no evacuaba, más de un bebé o niño se echó a llorar y no pocos perros aullaron. En el cielo, durante una fracción de segundo, el manto gris pareció tornarse totalmente negro, como presagio de algo más ominoso todavía―, soy un Dios parco en palabras, así que seré directo, entregadme a cinco chicos y os dejaré en paz. Esos chicos son: Cristian Cáceres, Erick Fuentes, Luis Montes, Katherine López y Kimberly Belrose. No tenéis que saber el motivo por el que los requiero. Lo único que debéis que saber es que, si me los dais, me iré, si no, moriréis.

La última palabra reverberó como un eco discordante en aquellos que lo escucharon. Moriréis, moriréis, moriréis… Y le creyeron, creyeron que morirían si no entregaban a los chicos que nombró. Nadie tenía idea de para qué podía quererlos, pero qué importaba eso, los quería y punto.

Al hacerse el silencio, Elliam no se detuvo a esperar respuesta. El mejor aliciente era hacerles darse cuenta de que morirían si no accedían a su demanda.

Así pues, prendió un coche cercano, manipuló el viento y empujó el auto hacia los jeeps. El fuego que ardía en el coche, sin llegar al tanque de gasolina todavía, sería manipulado para hacer estallar los jeeps.

Montiel lo vio venir y ordenó disparar al coche. Las ametralladoras cambiaron de objetivo y abrieron fuego. El vehículo explotó y empezó a arder. El caucho de las llantas se derritió y se fundió con los rines y el coche se detuvo; requería demasiada fuerza y viento empujarlo en ese estado.  




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