Laila

V.

No había dejado de llorar en todo el camino, ¡ugh! Incluso hasta el chofer estaba harto de su llanto y sollozos. Se aferraba a la maletita con sus pertenencias como una niña perdida.

Los niños, principalmente los más pequeños que estaban a su cargo habían llorado exactamente igual, pero ella se mantuvo firme y paciente, con una sonrisa dulce y tierna mientras se despedía de cada uno; los niños mayores se contuvieron más pero incluso hasta una de las supervisoras derramó una lágrima: no cabía dudas de que la chica era querida por muchos en el orfanato. Rompió a llorar hasta que cruzaron el umbral de la entrada y no había parado durante diez de las veinte millas hasta la ciudad donde había rentado un piso de hotel.

—Te hice un favor, niña, te habrías quedado allí para convertirte en una de esas viejas amargadas, eso con suerte y no te echaban a la calle en uno o dos años. Obviamente no puedes valerte por ti misma. —Ella seguía llorando—. Mira —suspiró él, agotado—, ahora tienes la oportunidad de tener toda la comida que quieras, la ropa que quieras, vanos a comprar una casa linda en otra ciudad, tendrás tu propia habitación y libros, o… muñecas… yo que sé, lo que sea que les guste a las niñas de tu edad.

—¡No quiero libros ni muñecas, quiero volver! —masculló ella, antes de volverse hacia la ventana, sollozando aún como pequeños hipos.

—Pues, ¿qué crees? No se va a poder, legalmente soy tu tutor y estarás conmigo un buen tiempo, niña.

—¡No soy una niña!

—¡Pues comienza a comportarte como una chica grande y deja de llorar! —respondió con el mismo tono—. ¡Maldita sea! Mira, mientras más pronto te acostumbres al cambio es mejor para ti, no volverás nunca, acéptalo.

—No lo acepto.

—Dios dame fuerzas.

—No, que se las quite todas.

Cuando llegaron al hotel, la llevó a prisas hasta el piso que había rentado, abriendo con la tarjeta electrónica. La empujó dentro hacia la habitación a la derecha del salón principal y volvió a cerrar la puerta detrás de ella, con llave.

—¡En la cama hay una bolsa de tela! —gritó desde el otro lado de la puerta—. ¡Necesito que… que vomites allí!

Al otro lado, ella había dejado de llorar, pero su pecho aún se levantaba con hipos, estudiaba la bonita habitación de colores crema, la amplia cama con dosel de blancas sábanas, las rosas frescas en el tocador, la ventana de cristal que daba a un bonito patio estaba cerrada por fuera. Escuchó la orden dada desde el otro lado y se volvió hacia la cama, allí estaba la bolsa, sí, pero él claramente no entendía cómo funcionaba… eso.

—¡No! —respondió ella, dejando la maletita en la cama, la misma con la que había llegado al orfanato cuando apenas era una niña. La puerta se abrió de nuevo.

—Necesito que vomites para tener suficiente dinero y largarnos de aquí, ¿sí, dulzura? Te lo pido de manera amable. —La puerta volvió a cerrarse.

—¡No! —repitió. La puerta se abrió. Robert tenía la quijada tensa.

—Laila…

—No puedo —explicó—. Yo no… sé cuándo voy a volver a regurgitar.

—No me importa, métete un dedo.

—No funciona así. —Se enjugó las mejillas y para demostrárselo fue al baño tomó el cubo de basura y se llevó un dedo a la boca. Lo que surgió de su interior fue bilis. Se limpió la boca con el dorso de la mano.

Robert, frustrado, se llevó los dedos índice y pulgar de la mano derecha hasta el puente de la nariz, murmurando algo inteligible. Aspiró profundo.

—Está bien, está bien. Te conseguiré unas cosas, entre ellas una maleta nueva, y nos largamos. Ya veré qué hacer.

—¿Y si no vomito nunca más? —preguntó ella antes de que él la encerrara de nuevo.

—Te devuelvo al orfanato —respondió sin pestañar.

La puerta se cerró tras ella y la respuesta se volvió clara: sólo había que ocultar sus regurgitaciones las próximas semanas y sería libre de nuevo.




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