Las Chicas de Izan

21

El timbre volvió a sonar.

 

—¿Otra más? ¿Cuántas, Izan? ¿Cuántas?

 

Al abrir de nuevo la puerta el repartidor se dio de bruces con un cuadro desalentador. No, no soy tan vil y desgraciado o tal vez si, pero siempre fueron ellas tres. Siempre.

 

Rebusqué en mis bolsillos algo con que pagarle y no encontré nada. Gala exasperada tomó su bolso y pagó aquella comida que terminaría en el basurero.

 

Marisa solo lloraba, había roto el dique y aquellos meses llenos de esperanza fueron empañados por una nube gris.

 

Lucía regresaba sobre sus pasos al recibidor, pero apenas alcanzó a dar unos cuantos cuando el olor a queso la mando de regreso a lo que parecía un bunker de guerra.

Porque la verdad nadie quería estar ahí.

 

La situación era bastante clara, tenía demasiadas cosas por explicar, pero los hechos hablaban por mí y refutaban cualquier justificación que pudiese dar. Agache la mirada y me concentre en la camisa arrugada que había presagiado mi desastre desde horas antes.

 

Yo solito me arranque el alma y robe tres corazones para que se acompañar en este viacrucis que apenas comenzaba.

 

—¿Por qué? —preguntó Marisa. Me encogí de hombros y respondí:

—Me enamore —esa sería la única respuesta.

 

Asintió y arrastro sus pies en actitud derrotada. Marisa había perdido demasiadas batallas y estaba harta de luchar. Hasta yo que no sabía nada, lo supe.

 

No intente detenerla, ni a ella ni a Gala, que esperó a que Marisa se marchara para tomar su cartera y salir. No volteó a verme, no dijo nada, solo se deslizo lejos de mí.

 

Cuando Lucía logró salir del sanitario, solo ella y yo estábamos en casa y créeme que jamás lo esperé, solo sentí el ardor profundo en la mejilla, el sonido de su mano colisionando con fuerza sobre mi mejilla hizo eco en mí.

 

Me odiaba.

 

La mire con los ojos lleno de impotencia, quería gritarle que la amaba y estrecharla en mis brazos, pero no me era valido venir y hacerme el cursi. Ella no se detuvo, dejó la otra mejilla igual. Me abrió la herida del labio que me habían hecho horas antes, pero nada dolió tanto como el odio con el que me miró.

 

Se permitió otro golpe igual, aunque supiéramos que no menguaría el coraje que llevaría bajo la falda al salir.

 

Ni siquiera fui capaz de cerrar la puerta, permanecí minutos sin moverme, dejando que aquellas gotas salinas corrieran libres por mi rostro. Quien dijera que los hombres no llorábamos es que ese alguien nunca le había jodido la vida de alguien más. Me permití esa noche para mi, para sentirme tan roto como estaba. Día de quiebre.

 

Pero no sientas compasión por mí, no quiero tu lastima ni ahora ni de lo que pasó después. Deshice la vida de tres mujeres y las consecuencias me alcanzaron. Yo merecía el castigo, pero no así, nunca así. La soledad permeó las paredes, me ahogó con mis propios sollozos. ¿Qué me había hecho? Yo mismo me tejí la cuerda que ahora me asfixiaba el cuello.

 

Creí que nada dolería mas que eso, que equivocado estaba, por que el dolor, el verdadero dolor, vino después...

 




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