Marzo, 2012
—Más fuerte. ¡Vamos, Mack! Más duro.
Mascullaba. La mandíbula tensa, los brazos apretados contra su pecho y el mirar serio decían cuanto intentaba motivarme.
Sus gritos indicativos llegaban desde el lateral izquierdo de la colchoneta, sentía sus ojos pegados a mis movimientos, en cómo poco a poco lograba acorralar al más fuerte de sus dos amigos. Quería ponerlo orgulloso, que sintiera felicidad de verme ser una ganadora al menos una vez en todos los meses de práctica. Quería que mi sudor valiera la pena.
Pensar en cómo podía ejecutar los ataques que él me gritaba desde metros, verlo moverse nervioso y sentir la potente energía e insistencia del chico que ahora era mi enemigo a muerte me sumergieron casi por completo. Mi distracción inició con bocanada de aire lenta y continuó con un paso hacia atrás. Austin aprovechó el segundo en el que trastabillé usando sus piernas, dejándome tirada de espaldas sobre la colchoneta azul en cuestión de un parpadeo.
Me quejé y retorcí agarrándome el vientre con las manos. Pero la muestra de dolor físico ni los quejidos que soltaba entre dientes fueron un freno justo para mi contrincante, que se subió sobre mí y cerró las manos sólidamente alrededor de las mías, tan pequeñas y apresuradas por huir.
—Utiliza las jodidas piernas, Mackenna. Sal de ahí —vociferó mi hermano, parándose hacia el lado derecho.
—No puede —murmuró Austin con la mirada encendida sobre mi rostro—. Eres débil. Tan blanda como un mosquito —el cansancio vibraba en su voz.
Apretó mi menudo cuerpo entre sus fuertes piernas. Dolía, dolía como las jaquecas luego de un ataque, pero no se lo demostraría, no lloraría como él buscaba que lo hiciera.
Blas comenzó a darse por vencido, a suplicar que hiciera algo. Pero nada. Atada de las manos y aferrada entre un cuerpo pesado y una dura colchoneta me sentí capaz de hacer nada.
—Vamos, oruga, haz algo —pidió mi hermano.
Sus ojos suplicaban y la preocupación llenaba su expresión. Me maldije. Nuevamente saldría perdiendo, de nueva cuenta me vería obligada a dejar las prácticas y no quería…, deseaba ser tan capaz y tan fuerte como lo era él. Quería ser una copia femenina de su imagen inquebrantable.
Austin aprisionó mis manos por encima de mi cabeza, apretando una con otra tan fuerte que no sentía la sangre circular. Luego, a sabiendas de que no saldría sin antes haberme dado por derrotada, me sonrió. La malicia llenaba aquella boca maldita.
—Mi hermano de diez años es más útil que tú —se burló con lentitud, asiendo la mano libre alrededor de mi cuello—. Va a dolerte y me divertiré tanto, Mack. No sabes lo satisfactorio que será verte intentando respirar, ver tu lindo rostro pasando al pálido. La puta perfección. Y lo mejor es que no intervendrás porque no puedes. Una niña como tú solo nace para ser protegida, para ser víctima —susurró, su mano cortándome la respiración, su aliento golpeándome violentamente el mentón—. Naciste para vivir bajo las alas de tus padres —masculló apretando más y más fuerte.
—¡Sal de ahí, Mack! Tú puedes ¡Haz algo joder! —vociferó Blas.
Las notas suplicantes más los sentimientos arremolinándose en la voz me rasgaron el alma tanto como los arduos intentos por tomar aire.
Sabía que no me mataría, aun así, si no hacía lo correcto, Austin estaba más que dispuesto y gustoso de cumplir su palabra de someterme hasta dejarme inconsciente. Él sabía cómo hacerlo, los entrenamientos con un ex agente y una boxeadora de jaula eran más que suficientes para inducirme al sueño. No obstante, no estaba dispuesta a dejarme vencer, a permitirle que me viera como a una hormiga: insignificante ante su grandeza.
Apreté los ojos, imaginando que sobre mí no había un chico con la suficiente fuerza para desarmarme, sino una pluma: liviana y maleable. Me removí, del mismo modo que lo haría una lombriz hundiéndose en la tierra, e intenté quitarlo sobre mí, liberarme de sus manos y patearlo justo en la sonrisa divertida. Lo intenté una y otra y otra vez, y lo único que conseguí fue una brutal risa burlona.
«Debes saber que todo no siempre se puede y está bien. Está bien intentarlo y fallar».
La dulce voz de mi madre sonó dentro de mi cabeza. Apreté más los párpados, aceptando las semanas que tendría de entrenamiento con Harold, porque para hacerlo con Austin no era suficiente. No tan fuerte. Ni tan valiente.
—Deja… —la presión contra mi piel no cesaba, hablar quemaba—. Deja… Me…, me rindo.
El peso sobre mi cuerpo desapareció de inmediato, una risa victoriosa llenó el garaje y un suspiro aliviado se oyó cerca de mí. La decepción me golpeó así como antes lo habían hecho los puños de Austin: con rudeza, sin compasión ni temor.
Me alejé de las colchonetas, huyendo de su maldad y el miedo de verme destrozada por su letal fuerza.
Prefería a Harold, al menos él me preguntaba cómo me sentía después de cada entrenamiento. Al menos él, tenía la cortesía de decirme que lo hacía bien, de revolverme el cabello por un significado de felicitación. Pero él no estaba, en cambio, tenía a un chico que me observaba extraño, como si quisiese acabarme.
—¡Levántate, no seas papel! —masculló él, viéndome con desprecio.
Negué, sosteniéndole la mirada con violencia, con mucho asco.
Blas estaba detrás de mí, mas no se interpondría. La única regla que impuso Austin antes de aceptar entrenarme había sido aquella: sin intervenciones de hermandad.
Sus pasos fueron acercándose, sus ojos aún crispaban cierto rechazo. Me alejé mientras él se aproximaba más y más, alcanzándome en un instante. No tuve a donde más huir, sin embargo, no hubo ningún ataque. El chico de cabello negro me tendió una mano, la sonrisa mofa seguía allí, en su despreciable rostro creado por ángeles.