Abril, 2012
Llevaba escondida dentro del cubículo desde un tiempo que no recordaba con exactitud. El reloj muñequera, mi mochila y la botella de agua habían quedado en el casillero del vestuario: aquí dentro no disponía de nada que me ayudara a combatir la sed, menos aún, tenía algo en manos que me facilitara saber cuanto llevaba acuclillada sobre la tapa plástica del retrete. Pero necesitaba mantener el equilibrio, tranquilizar mis latidos y seguir oyendo la plática de dos brujas insensibles y malvadas.
Eso eran Astrid y Luna, unas brujas que se mofaban al comentar de los demás.
—¿No lo has visto? —inquirió Astrid— Es lo más sexy que tenemos aquí dentro y ni hablar de lo bien que folla —soltó una risa, chillona, insoportable. Oírla se sentía como el rasguño a una pizarra—. Debes probarlo. No todos los días se ven especímenes bien creados como él —dijo entre risitas chillonas.
Sabía de quién hablaba esa zorra, aun así, me contenía. Se suponía que yo no estaba, que no sentía y, por mucho que me disgustara, tampoco era alguien en su día a día.
—Escuché que se enreda con una de las Baltimore —comentó Luna en un murmullo poco silencioso—. Y se dice que ahora tiene buenas migas con la mayor de las Ochiagha —añadió con burla.
Apreté los puños contra las placas del cubículo.
Buenas migas nada. Llevaba dos semanas sin saber nada de aquel idiota y comenzaba a odiar la estúpida sensación de falta. Porque sí, aunque lo negara delante de todos, a mí misma no podía decirme que no echaba de menos su sonrisa burlona y aquellos ojos maliciosos. Lo extrañaba, pero necesitaba tenerlo lejos: por mí, por mi cuerpo acabando de sanar y porque no quería volver a percibir como la respiración se me atascaba en la tráquea.
—¿Te imaginas a Alejandra con él? —Astrid cuestionó ladrando otra risa— Seria de lo más estúpido. Él es demasiado para algo tan… tan…
—Pequeño —zanjó Luna, compartiendo la burla de su amiga—. La chica es bonita, pero sigue siendo una niña. Nunca podría darle lo que una mujer de verdad le da. Ella no lo soportaría. Tú entiendes.
Podía imaginarla guiñándole el ojo y sonriendo con amplitud.
La risa de ambas se sincronizo con sus pasos y el gemido de alivio que estalló entre mis labios. Se habían marchado, la burla en mi contra y cometarios entorno a mi estúpido entrenador se habían acabado.
Estaba claro que para el mundo yo era una niña. Que Austin estaba prohibido, y que jamás tendría ojos para algo tan insuficiente como yo.
Bajé del retrete con las piernas entumecidas y el equilibrio fallándome a cada paso.
Había estado oyendo la conversación desde que ellas entraron a ducharse mientras escupían cuanto veneno tenían en sus colmillos de brujas. Escuché la duda sobre la sexualidad de un chico llamado Daniel, el cuento falso que se rumoreaba de un romance entre la directora y el consejero del instituto. También oí que una chica de menos de dieciséis años se había acuclillado frente a un hombre de unos veintitantos, que Nydia Eid y mi hermano se entendían demasiado bien, y más.
Giré el cerrojo, abriendo apenas y escaneé el silencioso exterior por la rendija. Salí estirando mi espalda hacia atrás en tanto liberaba el aire con más tranquilidad.
—Me preguntaba cuánto más llevarías escondiéndote —oí desde atrás.
Reconocía aquel timbre, uno que se colaba entre mis pesadillas y hacía despertar viendo que él y su enfermiza presencia continuaban siendo real. No una alucinación paranoica. No algo bellamente siniestro.
Volteé con una mano pegada al pecho y las piernas recuperando lentamente su sensibilidad. Cayden mecía las piernas al frente y atrás, se hallaba sentado frente al espejo de los lavabos. Tenia el cabello rubio revuelto, la sonrisa perfectamente curvada con engaños y promesas vacías. En su mano derecha sostenía una manzana verde, mis favoritas, y en la izquierda una navaja con la que rebanaba pequeños trozos que terminaban prensados entre sus pulcros dientes y humedeciendo sus labios rellenos, casi rojos por genética natural.
—Veo que jamás pierdes el miedo —sonrío. Sus ojos celestes cargaban contención, malicia, necesidad—. ¿Manzana? —inquirió tendiendo la navaja con un trozo de fruta incrustado en el filo de la punta.
—Estoy llena. Gracias —murmuré, pues a la perfección sabía cuánto odiaba que alzarán la voz.
Rio bajo, y antes de que pudiera notarlo saltó del lavabo, comenzando a acercarse, gestionando palabras ininteligibles en tanto su anatomía se hacía más y más próxima a la mía.
—Vamos, preciosa, sé cuánto te gustan. Prueba y si no quieres más después del primer bocado me largo sin hacer nada.
Promesas vacías, eso era Cayden. Ruegos desesperados, en eso me convertía cada vez que él se interponía en mi camino.
Asentí en silencio.
Él no tardó. Quitó la fruta cortada del filo sosteniéndola entre sus dedos y alejó el objeto punzante de mi visión mientras me encerraba contra los mosaicos de la pared.
—Abre —ordenó, las pupilas tomando total posesión del celeste en sus ojos—. No me hagas repetirlo —advirtió, su respiración tirante, palpable.
Obedecí separando los labios con lentitud, dejando una pequeña hendidura para que él introduzca el diminuto trozo de fruta y lo deslizará hacia el interior con el dedo corazón.
Me quedé quieta, observando su reacción al tener contacto con mi lengua. Cerró los ojos, solo unos segundos, y sonrió complacido por no haber recibido una negación, por otra vez sucumbir mi valentía y hacerme obedecer su enferma voluntad.
¿Qué objetivo tenía intentar pararlo si siempre que lo intentaba me derrotaba, se descontrolaba y me lastimaba “sin querer”? ¿Cómo lo frenaría si en este mundo su poder y vitalidad valían mil veces más que la mía?