Las Siete Esmeraldas

Capítulo 2, ÁPATE (Leonor)

II

ÁPATE

(1953)

Leonor levantó su vestido de seda verde lentamente; lo alzó desde el equinoccio de sus muslos, pasando por el ombligo. Las manos entrecruzadas halaban la seda que pronto se encontró a la altura del busto; con un pequeño esfuerzo sorteó este obstáculo para finalmente escabullirlo a manera de lienzo informe por la finura hermosa de su cabeza y deslizarlo fuera de los brazos. Tomó la delicada prenda con dos de sus dedos, y alargando el brazo lateralmente la dejó caer en el piso.

El espectáculo que se presentó entonces era deslumbrante: deliciosas carnes doradas y frescas, lozanas y tersas; cabellos ondulados negros, negrísimos, sedosos, cayendo sobre delicados hombros, que imponían el compás a los rizos entreverados y alborotados que bajaban como cascadas de aguas cristalinas cuyo influjo era imposible contener: ya sea en los párpados, en las enormes pestañas, detrás de las orejas, sobre la primorosa nuca...Fibras de seda con olor a rosas que alcanzaban la misma frontera entre la cintura y las nalgas; algún atrevido rizo azabache osaba alcanzar incluso la hendidura que separa a estas dos últimas. Senos redondos y firmes, que apuntaban al infinito, rematados en pezones rojos torneados. Un fino cuello de piel lozana, largo y delicado, recubierto de exquisito aroma, que invitaba a los labios de los extraños a explorarlo, a recorrerlo colmándolo de apasionados besos. Detrás de la nuca, bajo la catarata de seda negra, escondido un lunar rosado, largo, difuso, que evocaba el beso de un ángel. Cintura estrecha, frágil, como un discreto valle en medio de exuberantes montañas, que contrastaba con la anchura de las caderas y la redondez de las nalgas. Muy pocos habrían podido haber visto panorama semejante: glúteos tan vastos, tan jugosos, como enormes duraznos cubiertos de finísimo terciopelo. Pero éstos solamente marcaban el

inicio de aquellas robustas piernas, largas como cañas de azúcar, duras como palmeras y tersas como piel de infante, que se extendían desde la cadera hasta los pies, ofreciendo un extendido paisaje de lujuria e incitación. Y en medio de las caderas, en su punto más meridional, quedaba de forma insolente la vista más sublime a las ojos de cualquier ser: una suave selva de delicados vellos, partidos a la mitad, cual aguas bíblicas del Mar Rojo, que protegían celosamente como guardianes silenciosos, la entrada a los aposentos de la pasión y el desenfreno.

El rostro angelical, despojado ya del pudor de las vestimentas, se agraciaba aún más. Bello de por sí, dotado de enormes ojos café, piel fina, labios carnosos color carmesí, que hacían juego con el rojo intenso de donde acababan los senos. Pestañas largas y negras, sobre el tapiz de la piel trigueña, acentuaban la magia de la mirada y la abundancia de las cejas. Un discreto hoyuelo en la mejilla izquierda, que esquivo aparecía solamente al dibujarse una sonrisa; en estos momentos, precisamente, hacía su ingreso triunfal, confiriendo al rostro de la muchacha una hermosura indefinible. Y ahora así, como Dios la había traído al mundo, era feliz, diáfana como diamante puro, consciente de que Dios la había creado perfecta para el deleite de los hombres, cerraba los ojos mientras frotaba sus manos a lo largo y ancho de su impresionante figura, atreviéndose impúdicamente a rozar con los dedos el gineceo sublime a mitad de las piernas, por debajo del ombligo, apretando los pezones con la otra mano, soltando gemidos, cerrando los ojos, mordiéndose los labios, presa de la más profunda excitación.

Atrás habían quedado sus mejores años, pues habría sido justo extenderse algunos renglones más para plasmar la perfección de la joven Leonor. Ya bordeaba los treinta y era madre, sin embargo era el objeto del deseo de toda la comarca, el hito de la belleza, la envidia de las mujeres, la admiración de hombres, niños y viejos.

Paco la tomó groseramente por la espalda, apoyando sus enormes manos alrededor de la cintura, estrujando las carnes y frotando la piel desde las axilas hasta las caderas. Acercó su tosca boca al costado del cuello, besando cada centímetro, raspando con su barba la delicada piel. Luego sus manos pasaron hacia el frente, de un solo puñado agarraron con fuerza los pechos, constriñendo violentamente y apretando, en especial los deliciosos pezones con los que jugueteaba de manera infantil, mientras Leonor dejaba caer su cabeza hacia atrás, los ojos cerrados, la boca entreabierta y la piel erizada, haciéndose así más evidente la enorme cascada de seda que chorreaba como caudaloso río por la espalda arqueada, mezclándose con los vellos del pecho de Paco y dejando al descubierto el beso del ángel que habitaba la nuca. La lengua del hombre saboreaba la parte posterior de las orejas a la vez que sus manos bajaban al vientre, después un poco más abajo incluso, hundiendo los dedos en la selva de la perdición, haciendo que ésta se humedezca como se humedece la selva amazónica bajo el rocío de las primeras horas de la mañana.

No obstante, y a pesar de la enormidad del varón, ella tomó el control. Hembra audaz y decidida, adicta al placer de la carne, de un giro se puso en frente del hombre, le agarró de la camisa y lo atrajo hacia sí, abriendo delicadamente sus rojos y anchos labios, introduciéndole la lengua en la boca. Luego metió las manos debajo de la camisa, le clavó las uñas en la espalda, rasgándola e imprimiendo delicados surcos de color escarlata. Rodeándole el cuello con su brazo izquierdo, bajó su mano derecha a la cintura del muchacho y con una habilidad admirable le desató el cinturón, sacándolo de un solo tirón de los ojales. Soltó el botón y bajó la cremallera con violencia. Los pantalones cayeron como castillo de naipes, dejando a la vista la virilidad del macho. Ahora Leonor intentaba con desesperación desatar los botones de la camisa de su amante, mas ni él ni ella estaban dispuestos a demorar tanto tiempo en una tarea tan




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