El resto del día se volvió una niebla.
Cassandra asistió a las clases, respondió a las preguntas, fingió sonreír. Pero por dentro, solo una idea repetía su eco una y otra vez: Caleb Fuentes.
El nombre pesaba.
Tenía un sonido áspero, casi metálico, como si raspaba por dentro al pronunciarlo.
Al llegar a casa, dejó la mochila en su habitación y se asomó por la ventana. Afuera, el cielo estaba gris, suspendido sobre los tejados del pueblo. Todo parecía normal, y sin embargo, algo en el aire había cambiado.
El nombre seguía respirando ahí.
Sacó su cuaderno secreto y lo abrió por la última hoja. Tocó las palabras que había escrito esa mañana, repasándolas con el dedo:
“El niño no murió… solo creció.”
Cerró los ojos. ¿Quién era ahora Caleb Fuentes? ¿Vivía todavía en Puerto Trafulín? ¿Y si lo veía todos los días sin saberlo?
La pregunta le heló la sangre.
A la hora de la cena fingió hambre, pero apenas tocó la comida. Su madre hablaba de cosas triviales: los precios del mercado, una tía enferma, el clima. Cassandra asentía, distraída, mientras trazaba líneas invisibles sobre el mantel.
Cada una formaba una letra: F.
Cuando terminaron, esperó a que su madre se encerrara en la habitación y prendió la computadora vieja del escritorio. La pantalla tardó en encender.
Buscó “Caleb Fuentes + Puerto Trafulín”.
Nada.
Probó solo “Caleb Fuentes”.
Decenas de nombres. Ninguno familiar. Ninguno de allí.
Se mordió el labio, frustrada. ¿Y si había cambiado de apellido? ¿O si ya no vivía en el pueblo?
Siguió buscando, cambiando palabras, cruzando fechas. En una nota perdida de un diario local encontró una mención vieja, casi borrada por los años:
“Caleb Fuentes, 22 años, fue detenido brevemente en 2010 tras un altercado en un bar del centro. Quedó en libertad por falta de pruebas.”
La nota no tenía foto, pero sí una frase final:
“Fuentes residía en Puerto Trafulín desde niño. Su paradero actual se desconoce.”
Cassandra se quedó mirando la pantalla, inmóvil.
Un zumbido empezó a crecer dentro de su cabeza.
Veintidós años en 2010… ahora tendría treinta y cuatro.
Un adulto. Un hombre.
El mismo que había visto junto al río.
El corazón se le aceleró. Cerró de golpe la computadora y apagó la luz, como si temiera que alguien del otro lado de la pantalla pudiera verla.
El silencio de la habitación se volvió denso, cortante.
Desde el espejo del tocador llegó un leve chasquido, como el crujir de un vidrio al enfriarse. Cassandra giró lentamente. El reflejo la miraba de vuelta… pero juraría que, por un segundo, no era su propia cara.
Corrió hacia la cama y se cubrió con las sábanas, abrazando el cuaderno contra el pecho.
Intentó convencerse de que era su imaginación.
Pero algo dentro de ella lo sabía: Caleb Fuentes estaba vivo.
Y de algún modo, sabía que ella lo había visto.
Esa noche soñó con pasos.
No con los suyos, sino con los de alguien caminando detrás.
El sonido era firme, pausado.
Como si el pasado hubiese aprendido a seguirla.