Amalia
Aquí estamos. Presenciando como los futuros esposos recibían regalo tras regalo. No era mi bendita idea de diversión. Ni siquiera sé como Giorgi me convenció de quedarme. De por si mi padre me había ordenado que me quedara. Que era para dar la imagen de una familia unida en frente de la familia de la novia. Por favor, como si esos señores no conocieran nuestra situación. ¿A quién creía que engañaba? No importó cuanto proteste, estaba dicho. No podía mover mis pies de aquel lugar, al menos no mientras los señores permanecieran aquí.
Bueno al menos por fin podía verle la cara al tal Dieguito. No entendía porque me evitaba tanto. A penas y sostenía la mirada frente a mí. ¿Qué le pasaba? ¿Dónde estaba aquella mirada coqueta tan propia de él? ¿Aquel galanteo tan exagerado? Era estúpido que esquivara la vista cada vez que lo pillaba mirándome.
En fin y para colmos de males. Giorgi no estaba a la vista. Según mi padre porque no era un miembro de esta familia. Ja. Navani también estaba presente y ella tampoco era miembro de esta familia. Pero como era la invitada del novio, importaba un comino. Ja. A ese bastardo se le permitía todo.
En cambio a mí, ninguno de mis gritos le permitieron quedarse. Un suspiro ahogado salió de mis labios. Así fue como termine confinada a una silla de un triste tono amarillento mientras veía con nada de interés las muecas encantadoras de la novia.
Ahora me arrepiento de no haber seducido al perro faldero de mi padre. A estas horas ya estaría en otro lugar. Mucho más alegre y menos luminoso. Aunque aún podía hacerlo. De seguro estaría en el despacho de mi padre o en el garaje. No era mala idea.
—Creo que es una licuadora —hablo una voz demasiado contenta mientras cogía una caja de la gran pila que estaba en medio de ambas familias.
Bufe de aburrimiento por enésima vez. ¿Qué importaba si era una licuadora, una cocina o un pasaje al infierno? ¿Cuánto más duraría esto? Mis ojos viajaron a la enorme pila de cajas finamente envueltas y adornadas. Demonios. Mínimo unas tres horas más.
Justo cuando volví a pensar en como seducir a aquel perro faldero unas pisadas algo torpes me sacaron de mis pensamientos. Mi mirada se levanto buscando el origen de aquel sonido. A las justas logre reprimir una risa sin gracia antes de que se convirtiera en una incesante carcajada burlesca que aumentaría otro castigo a la larga lista.
¿Era Diego? ¿El Diego que yo conozco? ¿Por qué actuaba de esa forma? Poco quedaba de aquella caminada segura a la que estaba acostumbrada, en cambio parecía ridículamente nervioso y tenso. Como si tuviera miedo de algo. ¿De qué podría tener miedo? En fin aquellas pisadas torpes se desvanecieron cuando el pasadizo que recorría lo llevó hacia otro pasillo.
Era extraño. Mi mirada se poso en mi padre. ¿Levantarme y seguirlo lo haría enojar? ¿Qué más daba? Cualquier cosa que haga o deje de hacer lo haría enojar.
Diego
No. Esto debía parar maldita sea. Tenía que concentrarme. Enfocarme en alguna cosa que no fueran esos hermosos ojos. Tenía que dejar de añorar su labios. Su cuerpo delicioso. Sus exquisitos besos. Jodida mierda. Esto es justo lo que no debería estar pensando. Se suponía que Lía solo sería una de tantas. Una buena follada y nada más. No alguien especial. No alguien jodidamente única. No alguien a quién no haya podido sacar de mi sistema. De mi cuerpo. De mi mente. De mi alma.
Por Dios yo estaba cerca de cumplir los veinticinco años. No era momento de encarcelarme a una sola mujer. Tenía una larga vida de rompecorazones en mi futuro. No se suponía que me lo rompieran a mí. No de nuevo y menos con la misma persona. Pero demonios si no es ella no... Maldición.
Ni siquiera debía haber venido. Me obligue a no verla estos días. Tenía que mantenerme apartado. Dos semanas. Ese fue mi limite. Necesitaba saber que pasaba. Necesitaba saber porque ninguna otra mujer lograba encenderme de esa forma.
Fue estúpido. La respuesta llegó a mi como un balde de lava hirviendo. Celos. Rabia. Coraje. Impotencia. Ni siquiera fui capaz de hacer algo al verla colgada del cuello de aquel tipo en la puerta.
Necesite follar. Necesite algo que me sacara la lava que recorría por mis venas. Algo que matara estas llamas en mis ojos. Alguien. Una mujer. Otra mujer. No pasó. Ninguna era suficiente. Ninguna puta logro saciarme como quería. Ninguna logro que me sintiera en el puto paraíso. Que lograra la puta gloria en un orgasmo. Demonios. Esto no estaba bien. Ni remotamente bien. Estaba frustrado, enojado y celoso. Maldita sea. No me podía permitir esto. No de nuevo. No con ella. Lía era capaz de desaparecer y reaparecer como si nada. No le importaba. Esperaba que todo siguiera igual. Esperaba que yo siguiera siendo el mismo.
¿Y ahora esto? Esta mañana estuve decidido a no venir. Mande al diablo a mis padres y a estúpida boda. Como si a mí me importará aquello. Fue inútil. Fue inútil luchar ante la idea de verla, linda y preciosa con un vestido ceñido a su cuerpo, un escote. Aquellos labios. Aquel cuerpo. Mi cuerpo ardía. Quería sentirlo de nuevo. Necesitaba tenerla una vez más y otra y otra. Hasta saciarme. Hasta cansarme. Hasta aburrirme.
Si ya me sentía arder, al verla fue peor. Ni siquiera sabía como actuar. Quería hablarle, pero un nudo en mi garganta me lo impedía. Quería acercarme, pero mis piernas no obedecían. Quería y quería. Maldición.
¿Qué era esto? Una bola de masa placentera en mi estomago. Estaba ansioso y nervioso. ¿Nervioso con una mujer? Yo no era un estúpido virginal para ponerme a temblar con una mirada. Pero ahí estaba, desviando mis ojos hacia otra parte cada vez que me pillada viéndola. Admirándola. Deseándola.
Jodida tontería. Nunca me había comportado así con una mujer. Y menos con la mujer que me interesaba. Ese era el problema. No era solo un interés. No era solo un gusto. Era más intenso, más fuerte, más profundo.
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Editado: 14.03.2024