Amalia
—¿No soy vengativa? —No tuvo que salir en tono de pregunta.
Pero, hasta donde yo sabía no lo era. Pero hasta ahora todo lo que ella me había dicho se había cumplido. Me había definido a la perfección.
Pero la palabra vengativa me asustaba un poco. No era algo que me definiera en absoluto. Al menos no de manera consiente. Claro, yo solía ignorar a los que dañaban mi confianza. Pero era solo eso. Además si fueron capaces de traicionarme fue porque yo no era lo suficientemente importante para ellos. No era venganza. Yo no les hacía ningún mal, solo evitaba que ellos me lo hicieran a mí.
—Talvez no has tenido la oportunidad —mencionó aún viendo la hoja que tenía entre los dedos.
¿No tenía la oportunidad? Pues no quería tenerla. Si hasta ahora nada había logrado volverme vengativa. ¿Qué cosa lo haría? Debían ser tonterías.
Después de todo ninguna una ciencia era perfecta. Eso me lo enseñó ella. Aquella ojiazul hacia que aprender no fuera tan estresante como yo creía. Esta mujer de ojos zafiros era diferente a todas las amistades que había tenido. Por lo general yo solía rehuir de las personas intelectuales, las sentía aburridas y... sosas. Pero Scarlett era... una mezcla rara.
Yo era sociable por naturaleza y como dijo... un poquito crédula.
Okey.
Muy crédula, así que no vi nada de malo en considerarla una amiga. Al fin y al cabo ella nunca se encontraría con Santiago, él nunca me podría robar esta amistad.
Santiago.
Sonaba raro, pero de alguna forma que no quería pensar demasiado, llamarlo bastardo dolía. Odiaba tener sentimientos encontrados por él. Lo único que yo podía permitirme sentir era odio y desprecio. No una ligera oleada de cariño al verle. Odiaba esto. He aquí la razón del porqué ya ni siquiera solía pasar más de seis horas en la residencia White.
—Créeme —hable después de pensarlo bien—, muchas personas me han lastimado. Si fuera repartiendo venganzas me pasaría la vida en ello.
—¿Quién te lastimo últimamente? —preguntó con la mirada fija en un panqueque con una forma extraña, parecía más una bola de masa que había caído en aceite que un panqueque redondo y bonito—. A parte de tu amigo.
—Mi padre —respondí con sinceridad—. Se la pasa haciéndome la vida imposible. Ha veces pienso que me odia —confesé con la cara apoyada contra la palma de mi mano. El desgano reinando en el lugar. Resoplé cansada.
La charla de lo horrible que fue mi padre era un tema recurrente en nuestras platicas. Según lo poco que me había contado el padre de ella si la quería e incluso la apoyó en todo lo que quiso. Lo que yo daría por un padre así. Alguien que me entienda y que no me quiera prender fuego por cada cosa que hago o digo.
—¿Siempre fue así? —preguntó aún con la atención en aquel panqueque deforme.
—Desde que mi mamá murió —contesté a mi pesar, odiaba decirlo. Mi corazón dolía cada vez que hablaba de su muerte—. Yo... —traté de aclarar la voz, no tenía sentido llorar siempre, al menos no en este lugar en casa podría... casa... Como si ese lugar fuera mi casa. Mi hogar— . Tenía cinco años —interrumpí mis pensamientos o sería demasiado tarde—. Desde ahí todo cambio.
—¿En que forma?
Mi ceño se frunció notablemente, al igual que mi rostro opto por una postura más tétrica y nefasta.
—Vino un huérfano a robarme a mi padre, desde que ese... esa persona llego, mi padre no volvió a ser el mismo conmigo. A veces hasta tengo la certeza que ni siquiera me quiere como su hija. Hasta un día lo dijo, yo lo escuché. Él dijo que prefería que Santiago fuera su hijo, lo oí hablando con uno de sus amigos hace años —murmuré con los ojos ardiendo. No iba a llorar. No lo iba a hacer. Respiré hondo mientras me acercaba a mi bebida. El agua me calmaría. Eso. Agua—. No quiero aburrirte con mis problemas —agregué después de terminar mi bebida.
Talvez fue demasiado rápido, pero conseguí no llorar. Fue un avance. Uno corto, pero avance al fin y al cabo.
—No lo hace realmente —advirtió mientras comía un panqueque perfectamente redondo dejando de lado al deforme.
—¿No lo quieres? —pregunté señalando el panqueque. Talvez se viera diferente, pero se veía tan apetitoso.
—Por supuesto que no —respondió con gran rapidez mientras algo parecido al rubor empaño sus mejilla—. No lo quiero, él... eso —corrigió al instante con un tono tembloroso—. Eso, eso... —repitió buscando las palabras indicadas para completar la idea.
Mis labios empezaron a curvarse lentamente mientras aquel rubor era remplazado por un titubeo algo vergonzoso. ¿En quien estaría pensando? ¿A quien le haría recordar ese panqueque deforme?
—Hm... —volvió a hablar luego de unos minutos—. Ya no tengo hambre —murmuró finalmente mientras bebía a toda prisa—. Puedes comerlo si te apetece —agregó retomando el tono de siempre.
—¿En quien estabas pensando?
—Nadie —respondió con un tono tranquilo y sereno.
De no haber conversado con ella antes. Le habría creído.
—Aja —aseguré clavando mi codo sobre la mesa y posando mi rostro en mi muñeca mientras tamborileaba mis dedos contra mi cabello.
La ojiazul poso la vista en aquel panqueque antes de posarla en mí, dio un respiro profundo antes de colocar sus manos alrededor de la rasa de te que estaba a su lado.
—Solo me recordó a alguien que hace mucho tiempo no he visto —había sinceridad en sus palabras, pero no solo eso, había determinación.
De por sí sus palabras eran entendibles, pero la forma en que lo decía era extraño. En cualquier otra persona habría tristeza o arrepentimiento. Pero en esa mirada color zafiro había destellos de asombro. Como si ella mismo no creyera que había pasado tanto.
—¿Alguien especial? —pregunté con un tonito divertido pero cauteloso, ella no solía contar cosas personales, era muy reservada. Muy reservada en verdad.
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Editado: 14.03.2024