Letanias De Amor Y Muerte

2. LA INVITACIÓN

Entre mi cochero y dos buenos mercaderes ingresaron a Juan a la sacristía, donde fue atendido por una noble curandera que le colocó hierbas en las heridas negándose a recibir dinero: de todos modos le dejé un real de plata, que era lo único que llevaba en mi bolso, y al ver mi acción, la vieja curandera me observó por escasos segundos un tanto conmovida. Su mirada fue tan profunda que sentí que me penetraba. Entonces se acercó a mi oído y me susurró:

—Cuídese, buena mujer, porque una sombra se aproxima a su alma.

Ante sus palabras me quedé fría momentáneamente. Si alguien más hubiese escuchado su predicción seguro la habría acusado de brujería y quién sabe cómo le habría ido con el Santo Oficio. Para entonces, Juan Ordoñez estaba inconsciente sobre el lecho, y como ya casi anochecía, nana Justiniana juzgó propicio que volviésemos a casa para evitar que madre me reprendiese.

Me despedí de los presentes y, con el corazón acongojado, trepé al carruaje, no sin antes sacudirme y limpiar mis ropas. Ya en el trayecto, nana trató de remendar mi trenza para no dar motivo de crítica a tía Migdonia y a mi prima Marieta, a quienes podía comparar con dos grandes arpías.

—Era un español peninsular, nana, por eso obró así —le dije recordando al conde, todavía con el coraje quemándome por    dentro—. Juancito meritó castigo semejante solo porque le derramó el contenido de una copa, puedo jurar, que accidentalmente. El tipo sabía que por su condición las leyes le favorecerían.

En cambio, si hubiese sido un pobre mestizo el que hubiese agredido a un peninsular lo habrían quemado vivo en la hoguera. Los peninsulares tienen más derechos que el resto de nosotros, nana. ¡Qué injusto!

—Culpe a las leyes borbónicas de ello, Anabella: si bien la Nueva España ha tenido un auge económico sin precedentes, a su vez los impuestos han aumentado desde entonces, y los criollos tienen menos oportunidades que antes para aspirar a cargos públicos. Todos estos son dados a peninsulares recién llegados a la América, como el miserable conde ese. Lo único que aplaudo es que hayan quitado el poder completo al virrey.

—¡Es injusto, nana! —reiteré—. ¡Peninsulares y criollos somos lo mismo!

—No se engañe, mi niña, que sabe bien que no es así: los peninsulares son españoles nacidos en España y los criollos, como usted, son hijos de españoles nacidos en la América. Alégrese mejor de que al menos es criolla. Desdichada yo, que soy mestiza, hija de una india y un criollo.

—Desdichados los indios, nana —la corregí—: ellos están peor, son más vulnerables a la malicia de los poderosos; y si no me crees ahí tienes a Juancito y el infierno que acaba de vivir hoy. Para agravar la situación, el soberbio de Luis César no solo es peninsular, sino también conde. ¡Malaya la hora en que volvió!

Decidí no hablar más del tema y seguí nuestro trayecto en silencio.

La casona de mi familia era una vistosa construcción alta de dos pisos, de muros sobrios y pesados que estaba al poniente de la ciudad de Guanajuato abarcando toda una manzana. Las amplias habitaciones estaban alrededor de un grandísimo patio interior rodeado por arcos y columnatas de piedra de cantera, en cuyo centro había una imponente fuente que remataba con un ángel de mármol que echaba agua por la boca. El carruaje entró por el patio trasero y ahí Enrique nos ayudó a apear.

Un poco más serenada del disgusto que acababa de pasar, me encontré en el patio con Lupita, (que en secreto de madre era mi amiga y confidente). Lupita era hija del difunto capataz y tampoco tenía madre, puesto que había muerto al darla a luz, como había ocurrido con mi verdadera madre, por lo que mi amiga prácticamente había vivido en aquella casa desde su nacimiento y nos queríamos mucho porque compartíamos historias similares. El que Lupita fuese un año mayor que yo no había impedido que nuestra amistad progresara al paso de los años. Era más bajita y delgadita que yo, pero poseía un rostro redondeado y largo, tenía el pelo negro y su piel un tanto cinérea. Esa noche todavía llevaba puesto el uniforme del servicio y se entretenía encendiendo las antorchas y los faroles del patio con aceite.

—Señorita Anabella —me dijo en susurros cuando me vio. Lupita había insistido en hablarme de “usted” (incluso cuando estábamos a solas) porque temía acostumbrase a tutearme y hacerlo por equivocación en público—. Doña Catalina me pidió que cuando la viera llegar le dijera que fuera a la terraza. ¿Por qué se dilató tanto? Me pareció que la señora estaba muy enfadada por su retraso.

—Ay, Lupita, si te contara lo que aconteció hace rato morirías del coraje.



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En el texto hay: angelescaidos, primeramor

Editado: 27.02.2018

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