Treinta rosas, eran amarillas, su color preferido.
Aún lo recuerdo perfectamente, quien diría que aunque fue una ilusión fugaz, dejaría en la bitácora de los recuerdos una bonita historia, ausente de la cotidianidad, pero presente en la profundidad de los archivos del ser.
En la turbulencia de una realidad agitada donde las historias de amor inconclusas y los flirteos son mal vistos, termina siendo hazañoso conservar la paz para permitir que aquel sendero por donde alguna vez discurrió una bella ilusión continúe abierto e intacto como esperando que alguien regrese por él, al menos, para apagar la pequeña brasa que dejo encendida.
Treinta rosas amarillas, una para cada día de aquel mes en el que dos aves sin derrotero coincidieron en los cielos de la existencia para sofocar sus penas, sanar sus heridas y más tarde continuar su periplo hacia la incertidumbre de lo desconocido.
El tormentoso día en que aquellos pájaros emprendieron vuelo, murió una ilusión, nació un aprendizaje y se petrificó en los registros de la vida un prístino, delicado y perenne recuerdo del que solo fueron testigos los últimos rayos de luz y aquellas rosas que, casi marchitas, observaban desde lejos.