Libro 2 : Sangre Maldita (version nueva completa)

Capítulo 25 — Y la hora del castigo llegó.

Una brisa se deslizó entre los callejones estrechos de una ciudad gótica mercantil, rozando las piedras ennegrecidas de los edificios, levantando polvo y hedores. Llevaba consigo un aroma penetrante —amargo, metálico, embriagador. El olor de la sangre fresca. Ese que solo un vampiro puede reconocer entre mil. Un rastro invisible, un llamado instintivo, un hilo escarlata tendido en la sombra.

Alguien lo sintió.

Un viajero solitario, silueta afilada bajo harapos oscuros, se detuvo en seco. Olfateó el aire. Sus ojos se encendieron. El olor se deslizó por su garganta, despertando sus colmillos. El hambre tomó el control. Saltó, impulsado por la promesa de un festín tibio, aún palpitante. Otros carroñeros rondaban. Pero él sería el primero.

Y llegó.

En la vuelta de un callejón, sobre losas sucias aún húmedas por la lluvia, yacía ella. Una mujer. Cabellos rojos como el fuego, piel pálida y mancillada, cuerpo roto, despedazado. Ropa hecha jirones. Heridas abiertas. Hematomas negros como tinta.

Había sido golpeada. Violada. Pisoteada.

Hombres sin rostro, sin nombre, sin alma —perros callejeros, basura reptante— la habían tomado, desgarrado, dejado ahí. Solo un cuerpo. Una ruina. Pero no era nuevo. Toda su vida había sido así: rechazada por un padre ausente, arrancada demasiado pronto de su madre, criada en un mundo que solo sabía morder. Había intentado sobrevivir como una bestia. Y la vida la había mordido aún más fuerte.

Ya no tenía fuerza. Ni lágrimas. Ni futuro. Solo ese susurro, arrancado de sus labios partidos:
—No quiero morir… por favor… déjenme vivir…

Pero el vampiro no la escuchó. Solo veía la sangre. El hilo rojo que latía en sus sienes, su garganta, sus muslos. Se acercó, lentamente, los colmillos húmedos de deseo.

Iba a beber. Beberlo todo. Y olvidar ese rostro.

Pero se detuvo.

Algo.

No fue un grito ni una palabra. Una impresión. Una luz, tenue, en medio de la oscuridad. Incluso moribunda, incluso cubierta de lodo y vergüenza, seguía siendo hermosa. De una belleza salvaje, rota, pero aún viva. Algo en ella se negaba a morir.

Y eso lo perturbó.

Retrocedió.

Otro deseo nació. Más profundo. Más abyecto.

No el de matar. Sino el de poseer.

La quería. Para él. Cuerpo y alma. Así que la tomó. Le ofreció su sangre. Le inoculó su maldición. Sus colmillos se hundieron en su carne, no para vaciarla, sino para atarla.

La transformó.

Y se la llevó.

Pasaron los años. Luego las décadas. Luego los siglos.

Vivió en la sombra de su creador. Prisionera de un castillo de piedra y frío. Una eternidad helada, congelada en la noche. Él la golpeaba. La reducía. No la tocaba como amante. No la formaba como discípula. Ella no era nada. Solo una cosa. Una posesión. Una distracción. Un juguete que romper cuando el aburrimiento lo alcanzaba.

No podía huir. Él controlaba cada fibra de su maldición. Le pertenecía. Y él saboreaba cada instante de su dominio.

Ella sufrió. Noche tras noche. Noche tras noche.

Hasta el día en que ya no sufrió más.

Ya no lloraba. No gemía.
Pensaba.
Y planeaba.

Infiltró su mundo. Lentamente. Con paciencia. Paciencia de mujer. Paciencia de araña. Encontró a sus enemigos. Les habló. Los manipuló. Les dijo exactamente lo que necesitaban oír.

Y cuando llegaron —los cazadores— ella los guió.

No dejaron nada.

La sangre pura fue reducida a cenizas. Su creador, quemado. Sus herederos, destripados. Sus sirvientes, abatidos. Los muros de su castillo gritaron más fuerte que nunca.

¿Y ella?

Observó. En silencio.

Sin la menor vacilación, la vampiresa pelirroja conquistó los dominios de su antiguo amo. Redujo a cenizas su imperio, masacrando uno a uno a los vampiros y sirvientes que se interpusieron en su camino. Sin perdón. Sin tregua. Pero su victoria no fue gratuita. Durante siglos, tuvo que huir, perseguida sin descanso por un enemigo invisible, implacable, que no soñaba con otra cosa que su caída. Su muerte.

Pero esta noche… todo iba a cambiar.

La emperatriz de la muerte inspiró profundamente. El pasado se desvanecía detrás de ella como una niebla disipándose. El futuro se alzaba, vasto y radiante, en su mente febril. Un futuro de dominio absoluto, donde sería dueña del caos. Soberana de las tinieblas. Finalmente, iba a apoderarse del verdadero poder. Ese que permite aplastar. Reducir a la nada.

La imagen la colmó de placer. Liaa rió por lo bajo.

Esa noche marcaría el inicio de una nueva era. El advenimiento de una reina vampírica. El ascenso de la emperatriz de la muerte. ¿Huir? Nunca más. ¿Ser humillada? Jamás. Desde ahora, su nombre bastaría para hacer temblar a los más poderosos. Ni siquiera el Consejo de los Vampiros podría oponérsele. Oh, cuánto gozo le daría… Los destruiría a todos. Uno por uno. Lentamente.

O al menos, eso creía.

Con el corazón exaltado y la mente enloquecida por la promesa de un futuro glorioso, Liaa se acercó a la fuente de su próximo poder. Una sonrisa cruel deformó sus labios.

Sylldia temblaba. Pero no huía. No resistía. Permanecía ahí, inmóvil, como resignada. No habría rescate. No habría milagro. Nadie más vendría. No era más que una ofrenda. Un último aliento en un mundo indiferente. Pero en el fondo de su alma, ahogada en tristeza, aún ardía una brasa de algo más. Una certeza.

—Así que aceptaste tu destino. Perfecto. Alégrate: tu desaparición no será en vano —declaró Liaa, con la mirada encendida de triunfo.

Sylldia no respondió. Ni una palabra. Solo una mirada. Una mirada cargada de desprecio, de rabia muda, de un asco tan profundo que hizo estremecer a la vampiresa. Y, sin embargo… era exquisito a sus ojos.

Hundió sus colmillos en el cuello de la dragona. La sangre brotó, tibia, poderosa, antigua. Un flujo único. Liaa la bebió con avidez, esperando sentir, con cada sorbo, su poder multiplicarse. Se embriagó.




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