Libro 2 : Sangre Maldita (version nueva completa)

Capítulo 27 — Error fatal.

Un viento seco y gélido giraba entre los dos vampiros, levantando el polvo y los recuerdos de un pasado demasiado pesado. En ese duelo silencioso, fragmentos de emociones antiguas se estrellaban contra sus rostros tensos — ira, tristeza, decepción, exasperación… pero también, paradójicamente, una pizca de gratitud. Liaa, antaño emperatriz temida y venerada, le había ofrecido a Assdan la eternidad. Y hoy, era esa misma eternidad la que él estaba a punto de arrebatarle.

—Ya no puedes huir, Liaa. Se acabó —lanzó él, con la voz fría y afilada.

—¿Qué te hace pensar que esto ha terminado? ¿De verdad crees que podrás matarme tan fácilmente? —replicó ella, con una mueca cruel en los labios.

Liaa, debilitada, sedienta, no dejaba de ser temible. Herida, acorralada, ahora parecía una bestia cazada — y era precisamente en ese estado cuando se volvía más peligrosa.

—Ya veremos —gruñó el mayordomo. Su voz era tranquila, pero cargaba el eco de un tumulto interior. Observaba, calculaba, aguardaba el instante fatal. Lo sabía: Liaa era más antigua, y por tanto potencialmente más poderosa, más despiadada. Esta pelea sería sangrienta. Tal vez mortal. Pero eso ya no importaba. No había lugar para la duda. Solo importaba el final.

—¿Quién habría creído que terminaríamos así, Assdan? Debí dejarte morir aquella noche... o matarte yo misma, miserable —escupió ella.

—Fue por tu culpa. Tu cobardía. Tu avaricia. Tú lo destruiste todo —respondió él, cada palabra cargada de un odio antiguo.

Un viento de energía corrompida desgarró el espacio. Liaa se transformó. Bajo el resplandor sangriento de la luna, su silueta se convirtió en la de una vampiresa escarlata, de una belleza aterradora y una ferocidad divina.

—Maldito seas —gruñó—. Voy a corregir mi error. Te mataré, como debí hacerlo hace siglos, ¡traidor!

—Terminemos con esto, Liaa —declaró Assdan, imperturbable.

Ella se lanzó.

Un puñetazo en pleno salto, brutal, que él no pudo evitar. Se desplomó, pero se levantó al instante, animado por una ferocidad visceral. Luego contraatacó. A velocidad vampírica, lanzó una lluvia de golpes, metódicos, implacables, dirigidos a los puntos vitales. Pero Liaa bloqueaba, esquivaba. Se movía con la gracia asesina de una fiera. Con un gesto ágil, lo sujetó por la nuca y, sin detenerse, le hundió la rodilla en el rostro.

Un crujido seco. Sangre brotó de la nariz de Assdan.

Lo arrojó contra una pared. Una nube de polvo se levantó.

—Ya no pareces tan valiente. ¿Pensabas vencerme tan fácilmente solo porque estoy herida? —gritó ella.

Esta vez, tardó un instante en incorporarse. Se sacudió lentamente el traje, con la mirada fija en ella, gotas de sangre escurriéndose por su mandíbula.

—No. Nunca creí que fueras débil por tus heridas. Pero debo vencerte —dijo simplemente.

Esas palabras la golpearon como una cuchilla en el orgullo. Su máscara de arrogancia se agrietó. Sus ojos, encendidos en rojo, se llenaron de una rabia pura. Destellos escarlata en un cielo de ceniza. La furia estalló en sus pupilas, como una tormenta a punto de arrasarlo todo.

—¿Vencerme, a mí? —rugió—. ¡Yo soy Liaa! ¡La Emperatriz de la Muerte!

En un estallido de furia, Liaa se lanzó sobre Assdan, las garras por delante, lista para arrancarle los ojos. Él giró en el último segundo, esquivando el ataque con la soltura de un combatiente experimentado. En un torbellino fulminante, le asestó un puñetazo giratorio. El impacto la lanzó como una muñeca de trapo a través del muro de un edificio contiguo.

Se levantó de inmediato, gruñendo de dolor, y volvió al ataque con un grito bestial. Saltó sobre él, lo embistió con todo su peso, derribándolo. Lo golpeó con furia, los puños cayendo como martillos de guerra sobre su cráneo. Y cuando intentó moverse, ella lo aplastó, estampando su cabeza contra el suelo una y otra vez, reduciéndolo a un blanco indefenso.

—¡Muere! ¡Muere, maldito perro de Marceau! ¡No eres más que una basura... ¡Muérete! —vociferaba como poseída.

De una brutal patada al vientre, lo lanzó lejos, haciéndolo rodar sobre la tierra endurecida como un objeto sin valor. Su cuerpo quedó inmóvil a unos metros, cubierto de sangre, inerte.

Pero ningún grito. Ningún suspiro. Nada.

Assdan lo soportaba todo. Silencioso. Digno. Como una tumba cerrada con doble cerrojo.

Eso descolocó a Liaa. La exasperó. Ella vivía para oír los alaridos de sus víctimas. Se alimentaba de ellos, se deleitaba. Y él… no le ofrecía nada. Solo ese silencio. Ese desprecio mudo que le dolía más que cualquier cuchilla.

El mayordomo se levantó. Lentamente. El rostro cubierto de sangre, la ropa hecha trizas, pero la postura siempre erguida. En sus ojos brillaba una resolución de acero. La sangre que fluía de sus heridas trazaba un sendero macabro en el suelo.

—¿Eso es todo lo que tienes, Liaa? —preguntó, con voz grave, cortante.

Una provocación. Un desafío.

Esas palabras fueron como una antorcha arrojada al aceite negro de la locura de Liaa. Su rabia estalló, cruda, salvaje. Lo había perdido todo: sus planes, su imperio, su legitimidad. Y frente a ella estaba el que debió haber eliminado siglos atrás.

—¡Los voy a masacrar a todos! ¡A ti, al hijo de Marceau... a tus amos... Me apoderaré de la dragona y nadie, nadie podrá detenerme! —rugió, desquiciada.

Assdan, por su parte, permanecía inmóvil. Pero dentro de él, algo cambiaba. Una imagen se impuso en su mente: el rostro de Aidan. Esa sonrisa tranquila, decidida. Esa inocencia teñida de sombra.

Y entonces, la verdad se hizo evidente.

Ya no luchaba por venganza. Ese tiempo había terminado. Se había liberado de esa cadena. Ahora, luchaba por lealtad. Por decisión propia. Para proteger a su joven amo. Su nueva causa. Su nueva paz.

Una energía oscura se concentró a su alrededor. Negra como la noche. Muerta como el odio. Pulsaba, vibraba, clamaba por el fin.




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