Libro 1: Renacimiento

Capítulo 2: Se llamaba Assdan Johnson.

Un vampiro.
Un monstruo bebedor de sangre. La sola idea de ser uno le perforaba el alma.

Aidan estaba inmóvil. Su mente, en caída libre. Un vértigo. Un vacío. Y luego un dolor. Atroz. Agudo. Indescriptible. Como si todo lo que creía ser —lo que había sido— se viniera abajo.

Ya no sentía nada, solo ese abismo que lo devoraba. Sin aliento. Sin latidos. Sin aura. No estaba muerto. No del todo. Pero tampoco del todo vivo.

Un cuerpo inerte. Ojos abiertos, vacíos. Una expresión congelada en el rostro. Ni rabia. Ni llanto. Solo el derrumbe.

Su espíritu fue arrojado a otro lugar. Un túnel de sombra. Un desierto de silencio. Un mundo sin luz, donde vagaba, solo, en una guerra interminable contra sí mismo. Lo que era. Lo que creía ser. En lo que se había convertido.

Y mientras tanto, sus padres, Marceau y Léoda, conversaban. Felices. Orgullosos de su hijo. No veían nada. No lo oían. Pensaban que dormía plácidamente.

Pero no. Él estaba ahí. Roto. No veían el pánico silencioso, el sufrimiento, la tormenta en la cuna.

Su alegría, sin embargo, era inmensa. Una alegría manchada de incertidumbre. Porque dar a luz a un hijo entre vampiros era un milagro. Un acontecimiento raro, casi sagrado. Y solo los de sangre pura podían lograrlo.

Pasó un instante. Luego se sintió una nueva presencia. Alguien entraba en el caserón. Silencioso. Furtivo. Pero su aura… inmensa.

Marceau se incorporó. Su tono era grave:
—Ya llegó.
Léoda respondió de inmediato:
—Sí. Lo siento. No lo hagamos esperar.

Salieron de la habitación, dejando atrás una cuna silenciosa. Sus pasos eran lentos, solemnes. El caserón, incluso, parecía contener el aliento.

El hombre ya los esperaba en el salón. Inmóvil. Erguido. Una roca en la penumbra. Alto, de piel morena clara, cabello negro y ojos verdes. Barba fina, mirada dura, precisa. Tenía la prestancia de un rey. Y la fuerza de una pesadilla antigua.

Se llamaba Assdan Johnson. Un vampiro de más de ochocientos años.

Cuando sus miradas se cruzaron, algo crujió en el aire. Una tensión espesa. Sus auras chocaban, titánicas. La atmósfera se volvió pegajosa, opresiva, casi irreal. Dos monstruos midiéndose en la sombra.

Y en el corazón del caserón, Aidan seguía sin respirar.

—Te doy la bienvenida a nuestra humilde morada, Assdan.
La voz de Marceau resonó. Majestuosa. Grave. Cargada de sentido.

Frente a él, el hombre se inclinó levemente. Un saludo sobrio, respetuoso.
—Señor Marceau. Dama Léoda. Les agradezco por recibirme en su casa.

Assdan Johnson. Antiguo enemigo. Salvado tiempo atrás por la familia real. Desde entonces, un aliado. Un hermano de armas. Un pilar fiel.

Léoda esbozó una sonrisa.
—Me alegra verte tan bien, Assdan.
—Gracias, señora. Y usted, como siempre… deslumbrante.

Lo dijo sin malicia. Solo con esa cortesía inquebrantable de los hombres de honor.
—¡Qué adulador eres! —respondió ella con una pequeña risa.

El ambiente se suavizó. Se sentaron. El vino negro fue servido. El silencio dio paso a palabras más ligeras, recuerdos evocados, destellos de respeto ocultos tras bromas nobles.

Sin embargo, Assdan permanecía alerta. Sentía algo. Una presencia. Débil… pero temible. Su instinto gritaba. En algún lugar de aquella mansión vivía una fuerza. Silenciosa. Tal vez aún dormida. Pero poderosa.

Marceau hablaba. Léoda sonreía. Pero sus ojos traicionaban otra cosa. Una tensión. Un secreto. Algo se aproximaba.

Entonces el aire cambió. Pesado. Compacto. La conversación se deslizó. Ya no hubo risas. Ni un solo gesto ligero. Todo se volvía denso. La verdad llegaba.

Marceau dejó su copa, lentamente. Sus ojos se clavaron en los de Assdan.

— Escúchame bien, Assdan.

El mayordomo enderezó ligeramente el torso. Un leve estremecimiento. Sabía. Sentía. No era una simple cena.

— Léoda y yo… tuvimos un hijo. Y queremos pedirte algo.

El impacto fue discreto, pero real. Un parpadeo de más. Una inspiración más lenta.

¿Un hijo? ¿Sangre pura? ¿Un milagro…?

— Ahora entiendo su silencio estos meses —susurró Assdan, con voz serena pero cargada—. Mis más sinceras felicitaciones. Es… una noticia excelente.

Guardó un breve silencio y, sin rodeos:

— ¿Y qué esperan de mí?

Marceau lo miró fijo. Orgulloso. Frío. Resuelto.

— Queremos confiarte su custodia. Y su formación.

La sala, por un segundo, pareció detenerse. Un manto de estupor se abatió sobre el espíritu de Assdan. Podían haber elegido a cualquiera. Un antiguo maestro de armas. Un vampiro erudito. Un sangre pura. Y sin embargo… lo habían elegido a él. Un antiguo enemigo. Un bastardo de la noche.

— Estoy… honrado. Pero ¿por qué yo? —preguntó, con voz medida.

Su mirada delataba el tumulto interno. No era humildad. Era incomprensión. Ya sentía el peso sobre sus hombros. Una carga sagrada.

Léoda y Marceau intercambiaron una mirada muda. De esas que dicen todo. Luego el rey asintió lentamente.

— Porque confiamos en ti —dijo Léoda—. Y porque sabemos… que estará en buenas manos.

Pero esa no era toda la verdad. También lo habían elegido para salvarlo a él. A Assdan. El vampiro sin reposo. El que perseguía una sombra desde siglos. Una venganza inútil. Un camino sin fin.

Quizá un niño que proteger podría ser su luz. Un nuevo sentido. Un nuevo anclaje.

Se extendió un largo silencio. Luego, por fin:

— Será un honor cuidar de su hijo, señor Marceau… dama Léoda —declaró con sincera gravedad.

Las copas tintinearon. Se acababa de sellar un pacto.

Pero la paz fue breve. Un frío cortante cayó sin aviso. El aire se quebró. Las paredes se cubrieron de escarcha. La sala misma pareció querer huir. Assdan tembló.

Entonces cruzó su mirada. Léoda. Su sonrisa había desaparecido. Sus ojos, dos glaciares negros. Sin ira. Sin amenazas alzadas. Solo… esa verdad absoluta, helada, tajante.




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