El suelo vibraba. No por un sismo, ni por el viento, ni siquiera por algún poder. No. Era algo más antiguo. Más profundo.
Todo el manor parecía contener el aliento, como si reconociera la autoridad que pisaba nuevamente sus tierras. Cada piedra, cada escalón, cada viga cedía bajo una presión invisible. Y en el patio, los cuerpos de dos vampiros aún tibios humeaban lentamente, consumidos desde dentro. No se había oído un solo grito. No quedaba rastro de lucha. Su muerte había sido inmediata. Clínica.
Habían intentado entrar en la casa de los Sano.
Ahora no eran más que cenizas.
Reinaba un silencio absoluto. Pero en el corazón de ese silencio, tres jóvenes vampiros se ahogaban.
Jessica, Jet y Silver estaban paralizados, con las piernas apenas firmes, los sentidos en alerta. Una fuerza los aplastaba, como si la misma noche hubiera decidido cazarlos.
Y entonces los vieron.
Dos siluetas avanzaban por el sendero central del dominio, saliendo de las sombras como quien emerge de una pesadilla —sin apuro, sin emoción, pero con una autoridad que nadie podía negar. Sus pasos estaban cargados de poder. Instintivamente, los jóvenes se pusieron en guardia, atrapados entre el miedo y el reflejo de supervivencia.
Jessica quiso hablar. No salió ni un sonido.
Jet intentó dar un paso atrás. Su rodilla flaqueó.
Silver tensó los músculos, pero su cuerpo ya traicionaba el esfuerzo por mantenerse en pie.
El aire estaba saturado de una fuerza bruta, antigua, que no exigía nada, ni siquiera amenazaba. Solo constataba. Su presencia afirmaba que todo lo que había allí les pertenecía. Y que quienes no llevaban su nombre no tenían legitimidad alguna.
La voz no había llegado. Aún. No hacía falta. Se detuvieron a unos metros. Ni una palabra. Ni un gesto. Solo una mirada.
Y fue suficiente.
El suelo pareció desaparecer bajo los pies de los jóvenes vampiros. No es que se moviera realmente —pero ellos, ellos cayeron. Aplastados contra la piedra por una fuerza invisible, brutal, implacable. Como si el universo entero recordara, de pronto, que su existencia no valía nada ahí.
Sus cuerpos se estrellaron, retorcidos, incapaces de resistir. Sin aliento. Con los miembros pesados, triturados por una presión surgida del abismo.
Jet gritó sin voz. Sus mandíbulas chocaron entre sí.
Jessica sintió sus huesos vibrar, sus pensamientos romperse como vidrio.
Silver resistió un instante. Un latido. Dos. Luego su cráneo golpeó el suelo.
Y aún, ni una palabra.
El aire a su alrededor vibraba. Pesaba como plomo derretido. El cielo mismo parecía más bajo. Más oscuro. Como si algo, en algún lugar, hubiera decidido borrar toda luz.
Y entonces llegó el frío.
Descendía lentamente, como una bendición invertida. No era viento, no. Era una mordida de hielo puro. Una temperatura que no pertenecía al mundo físico, sino a una voluntad. Filosa. Precisa. Ineludible.
Destellos azules centelleaban en el aire. Niebla, al principio. Luego, formas. Hojas.
Alrededor de la silueta femenina, las espadas de hielo nacían una a una. Suspendidas en el aire, levitando alrededor de su figura como un enjambre letal.
Léoda avanzaba. Silenciosa. Bella y terrible. No caminaba. Reinaba.
Sus ojos de reina se detuvieron en los tres jóvenes, clavados al suelo. Sus labios se abrieron, casi con desgano.
—¿Quiénes son ustedes, para mancillar el umbral de los Sano?
Su voz, helada, cortó más limpio que las espadas.
Jet quiso responder. No tenía aliento. Jessica se ahogaba, su corazón golpeando como un tambor de guerra. Fue Silver quien escupió, entre dientes apretados:
—A-Aidan… nos permitió… estar aquí…
Un largo silencio.
Las espadas dejaron de girar. Una tembló.
Marceau, aún inmóvil a la sombra de su esposa, alzó lentamente los ojos hacia ellos.
—¿Y dónde está mi hijo? —preguntó.
Su voz era tranquila. Demasiado tranquila.
—¿Y Assdan?
Sus ojos se abrieron de par en par. Ninguno se atrevió a mentir.
—Salieron. Juntos. Esta tarde… s-salieron —balbuceó Jessica.
Otro silencio. Pero ya no era el mismo.
La presión cedió. Lentamente. Como una marea que se retira después de haberlo arrancado todo a su paso.
Jet pudo respirar. Jessica apenas logró incorporarse. Silver seguía temblando, incapaz de hablar.
Las espadas se deshicieron en el aire como si nunca hubieran existido.
Pero el miedo, ese, permaneció. Grabado. Inscrito. Vivo.
Los dos antiguos permanecían de pie frente a ellos, estatuas de sombra y hielo. El juicio no había caído. Aún no. Esperaban.
Y con ellos, los tres jóvenes vampiros, con el corazón en un puño, ya solo esperaban una cosa.
El regreso del príncipe. Y del mayordomo.
***
La puerta de la taberna estalló en mil pedazos. Un instante después, el silencio cayó como una cuchilla.
Dos siluetas encapuchadas entraron, arrastrando tras de sí los restos aún tibios de sus últimas víctimas. Los cadáveres se estrellaron contra el suelo pegajoso con un ruido sordo, dejando tras de sí un reguero rojo.
Un hombre. Una mujer. Clientes habituales.
La sangre había sido completamente absorbida —sus cuerpos vaciados, blanqueados, retorcidos como trapos.
Los Sicarius se irguieron lentamente, uno de ellos pasando el pulgar por su labio manchado de rojo para limpiar la última gota, como quien saborea un buen vino. Sus miradas se clavaron en los Byrons, ardiendo con un fuego frío, hambriento.
Pero los cazadores no se movieron.
Draven y Queen, erguidos como estatuas, los ojos cargados de un desprecio helado.
Reconocieron a los muertos. Eran clientes. Gente sin historia. Inocentes. Y ahora, ofrendas sangrientas arrojadas a sus pies como advertencia.
Draven habló sin alzar la voz, cada palabra pesando como plomo:
—Han mancillado este lugar. Aquí solo servimos a los vivos. No a las bestias.