Un hedor a muerte se alzaba desde la caja. El olor de la sangre rezumaba por las rendijas, espeso, acre, insoportablemente embriagador. Una pestilencia antigua, fétida, casi sagrada. Los vampiros vacilaron. Sus colmillos se apretaban por el impulso, sus gargantas ardientes pedían olvido.
Ese aroma era un recordatorio.
Un recordatorio de lo que eran: condenados.
La sed ascendía en ellos como una marea negra. Reavivaba la maldición, el precio de su eternidad: la carne, la sangre, la destrucción. La belleza, el poder, la juventud… eternamente empapados en la sangre de otros.
El malestar se extendía en el salón de la mansión, reptando como una serpiente invisible. El aire se volvía más denso, cada respiración era un esfuerzo. La espera, insoportable. La apertura, inevitable.
Un nombre rompió el silencio.
—Assdan.
El mayordomo se inclinó levemente, comprendiendo al instante.
—Yo me encargo, señor.
Sin temblar, extendió la garra de su dedo índice y levantó la tapa.
Un segundo después, el olor estalló. Una marea roja saturando la atmósfera.
Los vampiros se congelaron.
Y el tiempo se quebró.
Una cabeza.
Recién arrancada. El cabello pegajoso de sangre. El rostro congelado en el horror. Mandíbula dislocada. Ojos desmesuradamente abiertos. Pupilas dilatadas. Piel cerúlea.
La muerte reinaba en la caja.
Una onda de estupor, furia y espanto atravesó los cuerpos. Y luego…
El aura de Aidan se desplegó por la sala. Roja. Afilada. Viva. Una rabia antigua, terrible, animal. Las paredes parecían estrecharse, como si temieran la furia del reencarnado. El aire vibraba, saturado de electricidad.
Jessica hizo la pregunta que todos temían:
—¿La conocías?
Un silencio. Luego:
—Sí —respondió él, sombrío, la voz horadada por la sombra—. Se llamaba Lamma. Era herborista.
La recordaba. Su figura frágil. Su olor a tierra y hojas. La había salvado, tiempo atrás, de un vampiro hambriento. Pero ella no había cedido a su hipnosis. El tomillo. Siempre tomaba tomillo.
Una hierba anodina, pero un veneno para los vampiros. Un escudo contra su influjo. Un fuego en sus venas.
Nunca pudo alterar su memoria. Y sin embargo, ella se quedó. Aceptó lo que él era. Una humana, lúcida, libre, que lo vio tal como era… y aun así lo amó.
Fue la única.
Y ahora, ya no estaba.
Arrancada. Destruida.
Un vacío se abrió en el pecho de Aidan, negro y vasto.
Jessica murmuró, casi inaudible:
—Lo siento…
Pero él no respondió.
La cólera.
Una deuda de sangre acababa de sellarse. El castigo sería funesto. La muerte, hambrienta, aguardaba al acecho, jadeante, estremecida, rozando la tierra con sus dedos helados. Ya danzaba, embriagada por el olor de la sangre, impaciente por cobrar su precio. Vidas por una vida. Aidan no pedía otra cosa. La justicia —su justicia— caería pronto como una sentencia irrevocable.
Solo necesitó una palabra.
—Encuéntralos.
Su mirada era una hoja.
Assdan se inclinó levemente, imperturbable.
—Considérelo hecho, señor.
La duda no existía. Los culpables ya tenían nombre: Alrax e Ideus, los perros fieles de Versias. Solo quedaba rastrearlos y dictar sentencia.
***
Al otro lado de la ciudad, el mismo horror se había deslizado hasta los rincones oscuros de la taberna Onyx. El ambiente no había cambiado. El aire era denso, saturado por un olor metálico: el olor de la sangre que se escapaba de la segunda caja.
Cuando Hex la abrió, un escalofrío recorrió la espalda de todos los cazadores presentes. En su interior, la cabeza cercenada de un hombre. Un cliente habitual. Un informante. Pero, sobre todo, un iluminado, de esos que conocían los secretos del mundo, que sabían que las sombras tenían colmillos.
El impacto fue brutal. Los rostros se endurecieron. Los puños se apretaron.
Zanex.
Un nombre que les costaba pronunciar. Un antiguo hermano de armas, un mentor. Y sin embargo… ese crimen llevaba su sello, su locura, su crueldad. Había cruzado la línea, definitivamente. Ya no era un hombre. No quedaba más que una criatura vacía de alma, un monstruo que jugaba con cadáveres, sembrando miedo para calmar su propio vacío.
Fue una traición. Un agravio personal, íntimo. Una mancha sobre el honor de los cazadores, sobre sus muertos, sobre su historia. Sobre Nix. Sobre Hex.
Entonces, sin decir una sola palabra más, se levantaron. Los rostros inmóviles, las miradas consumidas por una resolución implacable.
Iban a cazarlo. No para vengarse, sino para purgar. El mundo ya no tenía lugar para Zanex.
Hacía doce años que estaba muerto para ellos.
Era hora de darle una tumba de verdad.
***
El tiempo pasaba, lento, cruel. Las horas se desgranaban, luego los días, y aún no había rastro de Zanex. Tampoco de Alrax ni de Ideus. Las sombras los habían tragado, y en ese silencio inquietante, sin duda ya preparaban su próximo golpe.
Pero los cuerpos seguían cayendo.
Thenbel se asfixiaba.
Las calles, antes animadas, no eran más que pasillos vacíos y silenciosos, cargados de un duelo omnipresente. Las paredes lloraban ecos de terror. La gente caminaba con la mirada baja, atormentada por pesadillas que se habían vuelto realidad. En cada esquina, la muerte dejaba su marca: cadáveres profanados, símbolos grabados en la carne, miradas vacías congeladas en una última expresión de espanto.
La ciudad derivaba entre el miedo, la desesperanza y la resignación.
Los cazadores, por su parte, no cesaban. Perseguían, enfrentaban, eliminaban a algunos Sicarius — peones fanáticos que preferían escupir sangre antes que soltar una confesión. Bestias ciegas, dispuestas a morir antes que entregar a sus amos.
Pero esa guerra de desgaste los consumía.
A medida que pasaban los días, el cansancio se colaba en sus cuerpos, la angustia los carcomía por dentro. Los rostros se apagaban, las mentes vacilaban. Y, sin embargo, su rabia no disminuía. Al contrario: cuanto más se agrandaba el vacío, más se intensificaba su sed de sangre.