«Una vida sin amor es como un árbol sin flores o frutos»
—Mateo
Cuando Alexander me habló por primera vez de Heliana, pensé que estaba bromeando. No es que “no me cayera bien”: me molestaba su mera existencia. La había simplificado a un cliché útil para mis propios chistes: la chica fuera de lugar, la que “no encaja”, la que sirve de espejo para sentirme más alto. Es fácil creer que la vida es un set donde tú eliges el encuadre y los demás son figurantes.
Esa tarde, los chicos y yo bajamos de mi camioneta a dos cuadras. Se oían gritos. El tipo de grito que hace que el corazón busque una puerta de salida. Caminamos. Y entonces la vi. No hay forma elegante de decirlo: la escena se me clavó en los ojos para siempre.
—¡Te odio! —bramó la mujer—. ¡Debí haberte asesinado! ¡No eres más que un estorbo! ¡Te odio tanto y…!
He escuchado insultos, peleas, discusiones de mesa larga. Pero eso no eran palabras: era una tormenta pegando contra un solo cuerpo. El de Heliana.
Yo siempre me he creído bueno leyendo gente. “Tengo ojo”, digo. Qué mentira tan cómoda.
Quise reaccionar. Lo juro. Lo que pasó en los segundos siguientes fue una mezcla de humo, manos, empujones y una decisión brutal que todavía me despierta en la madrugada: Heliana, rota por dentro, entregándole su dolor al dolor. No voy a repetir cómo. No voy a convertirlo en detalle. Solo diré que el mundo se volvió ruido, que Alexander corrió primero, que yo me quedé petrificado en el borde exacto donde se muere la cobardía y nace la culpa.
El color de su camisa. La palidez como una luz mala. Y, a pesar de todo, esa sonrisa mínima, irreal, en sus labios. Imagen imposible. Si cierro los ojos, la veo y vuelvo a sentir el pánico entrando por la boca, como si no hubiera aire suficiente para todos.
Por primera vez en años sentí que yo era culpable de algo que no sabía cómo arreglar. La lista se escribió sola: usé la herida de su madre para humillarla; usé mi dinero para taparle la boca; usé mi apellido como pasaporte para irrespetar. Mis padres me dijeron desde niño que el dinero no es un derecho a pisar, sino una obligación de cuidar. Me gustaba creer que había entendido. También me gusto vivir como si no me lo hubieran dicho.
Los minutos hasta la ambulancia fueron siglos cortos. La policía, los bomberos, los vecinos. El hospital nos tragó con su luz blanca que todo lo iguala. Sala de espera. Silencio con bordes. Mauro con los puños cerrados. Yoongi en diagonal, como quien sabe dónde estar para no estorbar. Alexander con las manos temblando, intentando no llorar, fracasando con dignidad.
—¿Cómo está ella, doctor? —pregunté cuando el hombre se acercó.
Suspiró. Sonrió con esa sonrisa que uno aprende en la facultad para decir “hay buenas noticias”, pero negó con la cabeza al mismo tiempo. Me dio rabia ese gesto ambiguo, como si el lenguaje se hubiese quedado corto.
—Está estable —dijo—. El problema es que…
Todas las miradas se agarraron a la última palabra.
—¿Hay algo mal? —insistió Alexander.
El doctor tragó saliva. Dudó. Odié su silencio de cinco segundos con una intensidad que no conocía.
—Es ella quien se está negando a volver —dijo, por fin—. Clínicamente hemos hecho lo que se debe. Ahora… ahora le toca a ella querer.
“Negarse a vivir”. No pensé que esas tres palabras pudieran ser una diagnosis. Me dolieron como si me las hubieran dicho a mí.
No hubo tiempo para procesar. La madre de Heliana, con la cara desencajada, empezó a señalar al médico. Había odio y había algo parecido al miedo en sus ojos. Al doctor se le endureció la mandíbula. Se dijeron cosas que no repetiré: nombres, fechas, decisiones. Alcancé a entender que se conocían de antes, que hubo una petición, una negativa, un “tenías que” y un “no debía”.
Entraron dos policías con una mujer de traje y carpeta: trabajadora social. Protocolo. Estado en modo “llegué tarde, pero llegué”. Me puse de pie para ir… ¿a dónde? ¿a hacer qué? Yoongi me agarró del codo, leve, el gesto exacto para decir “no es aquí, no eres tú, no ahora”.
—Vámonos —le dije a Alexander, cuando el tono subió otro punto—. Estorbamos. Y tú… —señalé a la mujer de traje— va a necesitar que esto se haga con menos ojos y más papeles.
Alexander me entendió. A veces ser amigo también es sacarlo del incendio cuando ya no hay más que mirar.
Mi apartamento tenía el silencio de los lugares culpables. Mis padres están en otra ciudad, persiguiendo carreras que se comen aeropuertos. Yo elegí quedarme. No supe por qué hasta hoy.
Me tiré a la cama con ropa, con zapatos, con todo el peso de los pensamientos encima. Cerrar los ojos fue peor: el cerebro, generoso, me proyectó la escena desde todos los ángulos posibles hasta que me ardieron los párpados.
¿Por qué no vi antes lo que estaba haciendo? ¿Por qué me creí con derecho a nombrar y juzgar, a tirar billetes como si fueran argumentos? Siempre dije que los doramas exageran. Qué risa. La realidad reescribe los guiones con sangre fría.
Me vino la imagen de Heliana riendo con Alexander, dándole un pañuelo a Milu, escuchando a Jungkook como si no existiera nada más, peleando por estar bien con los recursos de alguien que tiene más corazón que resto. Y me escuché a mí mismo diciéndole “copo” como si eso la definiera. A veces el apodo es un cuchillo envuelto en celofán.
Saqué el teléfono. Tenía mensajes de todos: del equipo, de mi madre, de mi padre, de gente que solo escribe cuando huele a drama ajeno. Abrí el de mi padre. “No te escondas del dolor, Mateo. Mira lo que hiciste y lo que no. Luego decide qué vas a hacer.” El de mi madre era distinto: “No juegues a salvador. Sé útil. Pide perdón bien. Y escucha.”
Escuchar. El primer deber del amor, leí alguna vez, es ese. Me dolió pensar en cuántas cosas habría entendido si me hubiera callado a tiempo.
Me vestí con ropa que no gritara marca. Fui al estudio, ese sótano con piano donde soy otra persona, la que no necesita luz para justificarse. Abrí la tapa. Puse las manos en el marfil. Toqué “Nieve”. La pieza que ella escuchaba sin saber que era mía. Sonó distinta. Más lenta. Como si alguien me bajara el corazón a compás. No lloré tocando. Lloré al acabar.
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Editado: 25.09.2025