Su familia ya no estaba. Era el día de su funeral. Vio sus cajones y una pequeña sonrisa se curvó en sus labios, desapercibida para todos a su al rededor.
Llegó a su casa, prendió la chimenea, y abrió el gas de la cocina y calefactores. Tomó su mochila junto a la puerta y se fue. Viajó a la casa de campo.
En cuanto llegó una bandada de pájaros salió de la copa de los árboles, sus cantos se oían como múltiples gritos de socorro. Su celular vibró, en la pantalla se veía un mensaje de su novia que decía "la casa explotó, tienes que venir ya". Lo ignoró y se dirigió a la entrada de la casa. Giró el picaporte y en cuanto entró la vio.
Su hermana se encontraba tal como la había dejado, atada sobre el sillón, vestida de zorra, porque eso era para él luego del engaño. Corría un río de sangre por todo su cuerpo, ya se encontraba pegajosa luego de varias horas.
—Ya no están, me encargué de todos ellos. Nadie te busca, nadie te espera. A nadie le importas.
Tomó el destornillador junto a ella y lo clavó en su pierna derecha, luego en la otra. Vertió alcohol sobre las heridas, ella gimió por el dolor, liberando lágrimas. Luego tomó unos fosforo, los prendió y los tiró sobre las heridas.
—Hay que cauterizar, sino se puede infectar. Y no queremos eso, ¿verdad?
Ella no respondía, el había cocido su boca.
—Que pena que no puedas abrir esa boca tan linda que tienes, que pena que te haya encontrado con ella sobre él —pasó su mano por todo el cuerpo de ella, esparciendo la sangre en donde faltaba—. Y tu hermosa mano, con la que escribías infinitas historias, sobre Jake. Zorra.
Caminó hacia un armario, donde había una caja de herramientas. Tomó clavos y chinches, esparciéndolos por el suelo delante de ella. La desató, para tomarla en sus brazos y luego soltarla. Logrando que todo el lado trasero de su cuerpo quede cubierto por ellos.
El volvió a encender un fosforo y lo acercó al rostro de ella.
—Y ese cabello, negro como la noche, negro como tu alma podrida y asquerosa, de puta y zorra.
Dejó caer el fosforo sobre su cabello, ella se desesperó e intentó mover para apagarlo, pero ya no tenía fuerzas y ni el más mínimo movimiento sirvió. Agarró con fuerza el piso, desgarrando la madera con sus dedos. Y cuando el fuego a su cabeza llegó, ya no lo intentó, los puntos en sus labios se abrieron y gritó.
—Si hermanita, grita. Grita como lo hacías cuando tenías sex* con nuestro padre y hermano. Enfermos —la escupió y pateo mientras ella seguía retorciéndose por el dolor—. Se pudrirán en el infierno.
Se dio la vuelta, tomó un bidón con alcohol y salió de la casa, esparciéndolo todo al rededor. Se alejó un par de metros, encendió su encendedor y lo lanzó.
Su casa de campo explotó.
—Adiós.