Lluvia de Fuego: La Era del Fuego 1

Introducción

♦Año 1492. Cristóbal Colón encuentra una isla extraña a mitad del Atlántico, mientras buscaba la India. Regresa a su lugar de origen y solicita una nueva expedición.

♦Año 1493. Cristóbal Colón fallece, a mitad del Atlántico, en su misión de encontrar la isla por segunda ocasión. Desde entonces, misteriosas leyendas han rodeado su muerte. Algunos dicen que cayó por la borda del mundo, otros creen que encontró las tierras de la muerte.

♦Años 1493 -1510. Se envían más expediciones en busca de las tierras de Colón, nombradas Tierras de la Muerte, Otro mundo, La falsa India. Todas resultaron fallidas... los barcos se perdieron en alta mar.

♦Año 1511. Un grupo de hombres convence al rey de España para enviar once naves a una nueva expedición, a buscar la misma ruta que Colón buscaba. El 15 de Julio de ese año parten, las once, a cargo del General García. 

***

El siguiente texto, traducido al español contemporáneo, es un fragmento rescatado de un miembro de la tripulación de García. En este, se relatan los sucesos que presenció Alonso, un soldado español, al encontrar el origen de las leyendas de Colón. Este suceso marcó la historia de toda Europa. 

«... Los primeros días de viaje fueron bastante optimistas, sin embargo, cuando las semanas pasaron, muchos comenzaron a perder esperanzas de volver a ver tierra. Al transcurrir el primer mes sin encontrar nada, la locura ya se notaba a través de misteriosas desapariciones. Algunos decían que era la maldición, pero yo sabía que en realidad saltaron al mar por desesperación. Durante el viaje siempre mantuve la cordura, mi determinación era firme y mi deseo, por cumplir los sueños de mis años mozos, era más fuerte que nada. Quería ver lo que nadie más.

Cuando el calendario marcó la llegada de septiembre, la cuenta de los días ya se había perdido y nuestras naves se encontraban surcando aguas color turquesa. No hubo maldiciones ni monstruos, tampoco hubo tormentas que hundieran nuestros barcos ni sirenas que nos hiciesen perder rumbo. Y a pesar de ello, ninguno de nosotros estaba preparado para lo que vimos.

Desembarcamos sobre blancas arenas, que creíamos vírgenes, y nos adentramos entre maleza y palmeras. No sabíamos si en realidad estábamos en las tierras perdidas de Colón, en las tierras de la muerte, lo que nos importaba era descansar de la mar.

Buscamos un lugar para asentarnos, pero mientras más andábamos, más nos maravillábamos. Ni la playa más hermosa de mi bella España se habría comparado con los paisajes que pude ver ahí. Aún mantengo vívidas las imágenes en mi cabeza: bellas cascadas, altos acantilados y blanca arena... ¡Ah! Fue como estar pisando la tierra de Dios. Todo eso, aunado a un cálido clima paradisíaco, me hacía recordar mis sueños mozos. Lo había logrado, estaba en el Otro Mundo y ni siquiera la peste —de las decenas de hombres que nos acompañaban— pudo arruinar esa experiencia. 

Pero lo más impresionante apenas venía. Al adentrarnos en la selva encontramos algo inaudito. No era oro ni joyas, tampoco fantasmas o demonios; lo que vimos, era algo que no esperábamos encontrar: un gran bullicio. 

 

Nos acercamos con cautela y, ahí, escondidos entre las palmas, logramos ver una gran ciudad que se levantaba frente a nuestros ojos. 

Gigantescas torres de piedra se perdían de vista en el cielo y vastas zonas de siembra coloreaban sus alrededores. Las casas y sus calles lucían una fineza equiparable a los más bellos jardines. ¡Y la fauna del lugar era impresionante! Enormes bestias, como elefantes peludos, yacían en grandes corrales como si fuesen ganado, acompañados de aves de plumaje hermoso y criaturas que sólo vería en cuentos de fantasía.

Todos —incluso el mismísimo García— nos quedamos atónitos. No podía dar crédito a lo que mis ojos veían, nadie podía. Quería acercarme, pero no era una ciudad abandonada. Los residentes iban de un lado a otro; algunos corrían, otros caminaban. Adultos, jóvenes, niños y ancianos de ropajes extravagantes; todos parecían estar viviendo alegres, sin preocupaciones. Ahí lo supe... no estábamos en una tierra maldita.

Sólo García se animó a dar un paso fuera de la maleza. Lo vi caminar decidido hasta los límites de aquella ciudad, mientras, por mi mente, no pasaba otra cosa sino seguirlo como todo buen soldado. Detrás de mí, los otros hombres hicieron lo mismo; no éramos tantos como cuando partimos del puerto en España, pero todavía formábamos un amplio grupo armado que amedrentaría a muchos. 




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