Lluvia de Fuego: La Era del Fuego 1

Capítulo 17: Vuhlukan

Los días siguieron su curso. Con el misterio de la iguana resuelto Jack se encontraba mucho más tranquilo, tenía un peso menos, una duda menos que resolver.

Lina se había recuperado muy bien del parto, ya podía subir y bajar escaleras con normalidad y estaba muy contenta por ello. Delia había vuelto a su casa después de unos días, usando la excusa de haber descuidado demasiado sus plantas, aunque Jack sabía la verdadera razón eran los constantes llantos del bebé. No tenía nada que reprocharle, la verdad, pero le resultaba divertido. A pesar de eso, Delia visitaba a la pareja casi del diario para poder pasar un poco de tiempo con el pequeño Kail.

Su familia había crecido y, pronto, Jack pensaba agregar a un integrante más: Niel. Cuando tuviera los resultados finales de su investigación, se llevaría a su aprendiz a Arquedeus. Juntos desentrañarían los secretos de la evolución con la ayuda de los más grandes sabios de la humanidad.

Con respecto a la mina, las primeras noticias ya habían llegado. A pesar de que había colapsado no había sido difícil perforarla. Es más, había sido demasiado fácil y, para no variar, lo que encontraron no fue muy satisfactorio. Los excavadores reportaron que «era como si alguien ya lo hubiese hecho por nosotros». Según el Dr. Rogers, fue como pinchar un globo con un alfiler. Lo único que hallaron fue una arteria de magma que se conectaba con el monte Brauquiana. Por lo demás, solo un enorme agujero a varios metros de profundidad, un agujero tan grande como una catedral.

Para lo que sí sirvió, fue para lanzar un falso aviso a la población. Se dijo que no había nada en Valtag que pudiese provocar más terremotos. Oficialmente, Nivek volvía a ser un buen lugar para vivir, pero Jack seguía pensando que había esa mina ocultaba un gran secreto que, de momento, no parecía haber forma de descifrar.

Cuando el pequeño Kail cumplió su primer mes de nacido, Jack y Lina decidieron salir a un lugar tranquilo. Era domingo, y se dirigieron a un hermoso prado a las afueras de la ciudad.

Muchos árboles rodeaban un pequeño espacio de pasto fresco, sobre el cual, Jack, extendió las mantas en dónde se sentarían. Ahí, fueron esparciendo todo lo que llevaban. Lina se sentó sobre el tronco de un árbol caído, quería ayudar, pero ni Jack ni Delia se lo permitieron, la tenían muy consentida.

El lugar era muy hermoso, no se escuchaba nada, además de las aves que habitaban los árboles de los alrededores. Ese día, Jack se sentía muy bien, ningún pensamiento ajeno a lo que estaba viviendo pasaba por su mente. Se encontraba verdaderamente a gusto. Kail jugaba, en su silla de bebé, con el cordón de la diminuta sudadera que tenía puesta. Lina reía de los chistes que contaba, sin importar lo tontos que fueran, y Delia hacía gestos repulsivos cuando eso sucedía —siempre decía que la joven pareja solía exagerar su romance, algo que nadie podía negar—. Jack tenía una familia única, y cada vez que miraba a Lina, al ver sus ojos de miel, comprendía que ella sentía lo mismo.

En cierto punto de la tarde, cuando las chicas estaban bastante entretenidas con Kail como para hacerle caso, Jack se separó un momento. Quería dar un paseo alrededor de un lago cercano.

Caminó durante un rato, entre las arboledas que bien conocía. Llegó hasta la orilla de un lago que se extendía frente a él. Era tan grande, que el cuerpo de agua se perdía de vista a lo lejos, en las montañas del norte.

Se agachó para poder sentir el agua fría y limpia. Vio su reflejo y sonrió. La barba ya comenzaba a crecerle, pero eso no impedía que su sonrisa luciera. No podía evitarlo, sonreír era parte de él ahora. Se levantó y caminó junto al agua, observando el hermoso paisaje. Encontró un buen lugar y decidió recostarse en el pasto. Cerró los ojos y disfrutó del sonido del viento meciendo los árboles, del trino de las aves, del agua agitándose con suavidad y los peces salpicando en ella. Se relajó.

Sin darse cuenta, dejó de sentir el suelo, el pasto, la tierra. Escuchó los latidos de su corazón reduciendo el ritmo. Su respiración se hizo lenta. Poco a poco, todo lo que le rodeaba comenzó a desaparecer. Se fue haciendo consciente del flujo de su sangre, sus tímpanos vibrando y el vello de su piel erizándose. Reconocía esa sensación, era como la primera vez que había meditado. Era esa sensación de nirvana, que no era nirvana, esa sensación que había tratado de encontrar desde hace tanto tiempo, y ahora, ahí estaba de nuevo.

No se exaltó, estaba preparado, había practicado. Respiró profundo varias veces, tranquilo, muy lento. Conforme el aire iba entrando por sus fosas nasales, podía verlo llegar a sus pulmones. Se descomponía en oxígeno que pasaba a su torrente sanguíneo, perdiéndose en la inmensidad de su sistema circulatorio. De pronto, un pequeño destello eléctrico captó su atención, en su cabeza, las neuronas se mostraban para él. Se trataba de pequeños cuerpos fugaces que se entrelazaban unos con otros a velocidades vertiginosas, formando conexiones que, a su vez, formaban una red; una gran red de la cual tenía plena constancia y conocimiento del lugar que, cada una de sus hebras, ocupaban en el espacio.




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