Lo que callaron los faroles

Capítulo VII: Donde hay hombres no hay fantasmas

Mateo se levantó con los gallos, vió llegar a esa hora a Nicholas Franser con un pequeño recipiente metálico que sorbía cada dos pasos. Llevaba la camisa de lino desabotonada con sombrero de pajilla incluido y poco o nada quedaba de su expresión viváz, el rostro se le había ensombrecido por una barba de días y había cultivado una expresión de falso desinterés, iba cubierto de pinta labios rojo y caminaba con un hombro más alto que el otro, estaba deprimido. Se internó en la casa grande luego de un gesto de buenos días con la mano, Mateo negó con la cabeza y siguió su camino, ocupando sus pensamientos en lo largo de la jornada por recorrer, la importancia de su encuentro con Franco Valle y el poco tiempo del que disponía. El doctor vivía en una provincia vecina de la capital, pero como ya sabemos, el transporte público de la Zona Norte era penoso, así que evaluando la urgencia de la situación, introdujo una mano en su bolsillo y descubrió que tenía un gran agujero en el pantalón por el cual se habían escapado sus últimos ahorros <<o tomo un taxi y no como o como y no tomo un taxi>>-pensó-ya se había quedado sin cenar la noche anterior, pero si se arriesgaba a llegar pasadas la 1 de la tarde, seguramente se repetiría la historia, de modo que decidió apretar las tripas y apuntalar los huesos, contó el dinero y abordó el primer carrito amarillo que pasó por allí. Como siempre, el transporte gubernamental era un desastre, pero los taxistas hacían muy buenas propinas de las familias ricas, por eso nunca faltaban taxis en la Zona Norte. En la mansión de la colina, Federico se encontraba enfermo como ya era casi una religión, los domingos desde que despuntaba el sol comenzaba a agitarse y no se levantaba de la cama en todo el día, las primeas veces, Paula se quedaba a su lado poniéndole compresas de gasa frías para una fiebre fantasma que aparecía y se desvanecía por ratos, cuando la situación se hizo  cada vez más frecuente al término de los fines de semana, comenzaron las sospechas de que el niño, no quería ir a la escuela, y a pesar de que a la hermana no le agradó la idea, Graciela mostró una singular simpatía por la opción de recibir las clases a domicilio, y se brindó además, para impartirlas personalmente, ayudándose de una guía para el año que cursaba Federico y los conocimientos que había adquirido con la lectura de un libro pedagógico. Decidieron entonces, que a partir de la semana entrante, los estudios se reanudarían en la puerta número tres del segundo piso, era un despacho oscuro y húmedo, con paredes cubiertas de libros hasta el suelo, fascinante.

Nicholas Franser se había quedado dormido dos pasos antes de llegar a la cama, los ronquidos llegaban hasta los cuartos del patio y regalaba a todos los que pasaban frente a su puerta, un desagradable espectáculo de borracho desmedido. Federico, acostado en el suelo, seguía con los dedos una interminable fila de hormigas que cargaban migas de pan desde la cocina y hasta un destino desconocido, ensimismado en la tarea, se vió poco tiempo después frente a la habitación del forastero , abierta de par en par, la fila de hormigas se había desorientado y vagabundeaban en pequeñas y parejas manchas negras alrededor de un charco de vómito. El niño se tapó la nariz asqueado y observó desde el umbral, los libros con cubiertas duras y viejísimas, las esferas y telescopios, los tubos de vidrio con sustancias coloridas y gaseosas, las numerosas páginas desparramadas por el suelo con jeroglíficos indescifrables y fórmulas de alquimia, estaba también allí el cofre que parecía un tesoro pirata, solitario encima de una mesita juntos la única ventana de la habitación que permanecía cerrada. Federico padeció el síndrome de la curiosidad, se sintió magnéticamente atraído al singular objeto, se acercó despacio y frunció el ceño mientras observaba una pequeña y herrumbrosa cerradura, recorrió nuevalemtenta la paredes hasta visualizar entre una serie de clavijas tambaleantes, el cargado juego de llaves, ninguna se parecía entre si, eran antiguas y peculiares, por lo que  se dió a la tarea de probarlas una por una. Cuando las hubo forzado todas por segunda vez sin resultados, una pesada mano se dejó caer sobre su hombro, se volteó despacio y con los ojos más abiertos que nunca

-¿Buscabas esto?<<Nicholas introdujo el pulgar en una trabilla del pantalón de donde colgaba una minúscula llave negra>>

-Yo solo iba a mirar, perdón, ya me voy

-Si te vuelvo a ver por aquí<<amenazó sin levantar la voz>>te colgaré por las orejas<<diciendo esto cayó al suelo derecho y estirado como una vela>>

Ya se marchaba aliviado de haber escapado con suerte, cuando pensó, que si realmente quería saber lo que había dentro del cofre, era su única oportunidad, y en un impulsivo pensamiento, tomó la llave y abrió la cerradura intentando hacer el menor ruido posible, se metió los amarillentos y rohídos papeles debajo de la camisa, cerró el cofre y lo puso donde estaba, la llavecita negra la escondió en una de las macetas colgantes que adornaban las paredes de la terraza. Nadie dudaría de su palabra cuando las encontraran así Franser lo acusara, porque todos habían sido testigos del mal estado en que había llegado. A pesar de su insaciable curiosidad, decidió guardarlos debajo del colchón y esperar al momento más apropiado para leerlos, porque siempre estaba rodeado de gente.

Alrededor de las 9 de la mañana llegó Mateo al centro de la ciudad vecina, el taxista paró frente a una tienda de souvenires y le advirtió que aún le quedaba un buen trecho por recorrer, pero el muchacho necesitaba algo de dinero para regresar y ya estaba en su destino, ahora solo necesitaba preguntar donde localizar al doctor Franco Valle, un viejo que leía el periódico junto a la tienda le respondió haciendo gestos con una mano y sin mirarle a la cara

- Se puso de malas, el doctor rota de clínicas, esta semana le tocó la que mas lejos está, pero ya le digo como llegar  joven, camine por esta calle arriba unas 15  cuadras, puede ser una más o una menos, no estoy seguro, pero va a reconocer la esquina por un terreno bien grande que esta en construcción, ahí va a tomar su derecha y bajar dos cuadras más para toparse con la estación de ferrocarriles, a esta hora pasan muchos camioneros y campesinos con carretas, a cualquiera de ellos le pide que lo acerque a la clínica de Manzanero y de seguro que lo ayudan, la gente de aquí es muy hospitalaria <<no alcanzó a agradecerle cuando ya el viejo había cruzado la calle sin haberle mirado la cara, nisiquiera por curiosidad, iba con un tabaco en la boca y el periódico debajo del brazo, hablando a gritos por la distancia y el ruido de los carros, con el panadero de al frente - Mire esto Ruperto, ¡que el árbitro fue justo, por eso este país se viene abajo hombre!>>.



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En el texto hay: misterio, suspenso, paranormal

Editado: 29.06.2020

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