Lo que callaron los juglares

01. La luna de la tormentosa quietud

4° Semilunio, Año 506 d.R.

Idris tenía apenas dieciséis años cuando un día, de repente, Druldor se materializó frente a ella en la soledad de su alcoba. Pese a la sorpresa, la joven noble reconoció en su interior el suave atisbo de lo que, minutos más tarde, se convertiría en una certeza ineludible.

El dios permanecía regio ante ella, de brazos cruzados y envuelto hasta los tobillos en una compleja túnica oscura de trenzas y cadenas. Era enorme, tan alto y robusto como cualquier orziliano; su rostro, sin embargo, conservaba rasgos eminentemente humanos —quizás exceptuando la amplia nariz, similar a la de un bisonte— sobre la tez opaca color ónice. En especial sus ojos, a pesar de su fiero aspecto, mantenían el fulgor destellante donde cualquier humano podría reconocerse.

No requirió demasiado tiempo para explicar el motivo de su visita. Cerrando los ojos, murmuró unas palabras en un idioma confuso y extraño para Idris, y luego depositó su amplia y oscura mano sobre el cabello castaño de la muchacha. Ella sintió su sangre cada vez más caliente, y el mundo se fue a negro. No recordaría luego lo que vio, ni siquiera lo que oyó u olió. Al volver en sí, advirtiendo que se encontraba en la misma posición de antes, tan sólo en un aspecto había cambiado: lo sabía todo.

—¿Por qué ahora? —inquirió tranquila, viendo a los ojos a Druldor.

El dios no había relajado ni un ápice su expresión.

—Lo sabrás si me acompañas a Thanrond.

Idris advirtió que Druldor había utilizado la lengua de los dioses; a pesar de eso, ella le había entendido. Alzó su mano y la contempló, sin encontrar rarezas. Su piel aún se veía aceitunada, y sus uñas no brillaban ni destacaban por un sombrío, casi tétrico aspecto.

—¿Iré así?

—Claro que no —respondió, curvando apenas sus labios en una sonrisa agria—. Ese aspecto tan mundano es tan sólo una máscara. Al igual que el mío.

Incapaz de explicarse por qué, Idris supo lo que Druldor estaría a punto de hacer. Cuando ya había alzado su mano, dispuesto a ejecutar su magia divina, la joven noble se incorporó y lo detuvo.

—No, aún no —dijo—. Hay cosas que debo hacer.

Sin demasiados preámbulos, Druldor la miró, asintió y desapareció tal cual había llegado: en un parpadear. Su anuncio era el débil tintineo de sus cadenas y un extraño, sutil aroma a humo y tormenta. Idris ahora lo sabía.

Retornando a la quieta soledad, Idris le dedicó su primer pensamiento a su madre. ¿Qué sería de ella? ¡Ay, pobre Sylae! Siempre tan nostálgica y marchita, tan rota y ausente, ¿cómo enfrentaría la pérdida del último ser al que amó sobre la tierra? Su espíritu ya se había desvanecido para siempre tras la partida de su amado esposo. Ahora, también tendría que sacrificar su corazón para sobrevivir al advenimiento de la tormentosa soledad.

Siendo muy oportuna, Sylae llamó a la puerta e ingresó en la recámara de su única hija, seguida por unas cuantas doncellas. Se oía un considerable bullicio provenir de los pasillos del castillo.

—Debes comenzar a prepararte, Idris —indicó, yendo donde su hija—. Acicálate, vístete y perfúmate. ¡Esta es una noche muy importante para ti!

La joven Idris advirtió que, a diferencia del pasado, no encontró en su fuero interno emoción alguna por la celebración venidera. La noche de Glorkhan siempre había sido de sus festividades favoritas. Llegaban nobles de todo el Reino, la Corte exudaba alegría y vitalidad durante un lunarum completo; hasta la última noche, donde se celebraba la fecha en sí con una exuberante y ostentosa fiesta en el castillo.

Siempre había oído relatos y rumores sobre la tendencia de los dioses de aprovechar sus festividades para descender e inmiscuirse en los asuntos de los mortales. Jamás había pensado que podría ser cierto. Una noche de Glorkhan, justo como esa, pero hace dieciséis años, Druldor había utilizado un disfraz de acaudalado marqués para beber vino e irrumpir en el plano de los mortales. Movido por la diversión y la curiosidad, se había acercado a la vistosa y casta joven prometida en matrimonio a un importante duque. Quién sabe si debió recurrir a su magia divina o simplemente le bastó con el conocimiento y la experiencia adquiridos a raíz de vivir cientos de años. Lo cierto es que Sylae jamás volvió a ver al marqués ni se perdonó nunca el haberle mentido a su esposo acerca del verdadero origen de su dulce hija.

Al parecer, las doncellas notaron la mirada ausente en los ojos de Idris, por lo cual comenzaron a indagar. Ella, haciendo un esfuerzo por fingir su antes natural forma de ser, evadió todas sus insinuaciones.




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