Malorie Vélez.
Había muchos motivos para estar feliz esta mañana; el primero, la colaboración con Jacob estaba por llegar a su final. La idea de volver una mañana al trabajo, tomando un chocolate caliente con leche y no ver su rostro en mi laboratorio era suficientemente intenso para mantener esa sonrisa en mi boca. La llegada de la nieve a la vuelta de la esquina era otro de los motivos.
La materia blanca, fría y cristalizada era una de mis favoritas. Influía bastante en mi elección de temporada favorita; la Navidad era romántica, roja y viva. Pero la nieve era magia pura, tan perfecta que muchas de las historias de amor que adoro leer están en ellas. Navidad no sería Navidad sin la nieve. Tampoco sin el chocolate caliente o el rostro perturbado de Jacob López, porque el neurocirujano no era otra cosa más que un antifan de las festividades.
—Buenos días —saludé a todo el mundo, manteniendo ambos casos desechables sujetos con cuidado y firmeza. Algunos que no iban corriendo por los pasillos me devolvieron el saludo y otros apenas un asentamiento de cabeza.
—Terrón, buenos días —saluda Bastian con su habitual tono coqueto y ronco. Esa sonrisa pecaminosa en sus labios no hace más que agrandarse—. Dime, trajiste las galletas.
—No—respondo escondiendo una pequeña sonrisa, Bastian se queja dejando salir un gemido lastimero y aquellos ojos pícaros pierden su color. Siendo ahora la mirada de un cachorro necesitando azúcar.
—Extraño tus galletas, Terrón; no las he comido en días, muchos, muchos días. Voy a morir—su voz alcanza un tono agudo y dramático. La piel morena se aclara, resultando las ojeras debajo de aquellos ojos claros y el cabello rubio se ve opaco.
La apariencia desgarbada de Bastián no se debe a la falta de galletas. Su cuerpo está dando las primeras señales del cansancio a causa de un largo turno de trabajo. La Navidad es una fecha donde los ingresos de niños aumentan, por una desconocida razón que nadie ha logrado explicar; y el rubio es el cirujano jefe del área de pediatría. Bastian es el último en dejar el hospital y el primero en llegar. No hay niño en este lugar que no conozca al rubio bonito, que no ría con sus ocurrencias o una madre soltera que no babea detrás del médico.
Bastian es un hombre atractivo, hermoso realmente. Devastadoramente hermoso, que pocas veces se aprovecha del beneficio de su belleza. Pero el pediatra no es solo una cara bonita, bromas divertidas y risas fáciles; no, Dixon es uno de los mejores cirujanos del país; alcanzó aquel reconocimiento a una temprana edad.
—Te di galletas hace unos días, Bastian —las mejillas enrojecen y desvía durante un corto segundo la mirada—. Ten, disfruta —dejo un paquete de galletas en sus manos. El chico sonrió, su rostro se iluminó y antes que desaparezca por el pasillo le veo devorar una de las galletas.
Tarareo el ritmo de Bones de Imagine Dragons, recorriendo los pasillos del ala oeste hacia el laboratorio. Devolviendo el saludo a los pacientes y enfermeras que me encuentro por el camino. La felicidad me recorre; no hay nada que arruine este día; ayer me encontraba desanimada y con rabia, rabia de haber visto a Dean y tener que presenciar su cinismo. Pero hoy era un cuento completamente diferente, estaba llena de vida, energía y furor.
Podría enfrentarme a un gigante y ganar. Hipotéticamente.
—Doctor López, va a pasar la tarde conmigo —preguntó una voz infantil. Ese tono inocente y esperanzado fue respondido por la voz ronca perteneciente a mi rival.
El tono melosamente amable y agudo que usaba Jacob me era desconocido; la suavidad que envolvía aquella voz ronca era intrigante. Nunca lo había escuchado hablarle con tanto cariño y cuidado a un paciente; claro está que es la primera vez que lo veo atender a un niño. Su cuerpo a la altura de la pequeña, los hombros ligeramente encorvados y la rodilla apoyada en el piso, mientras la otra pierna permanecía doblada y como apoyo para su brazo torneado. Era una imagen que nunca esperé ver.
—Estaré acá para ti, Evie. No tienes nada de que preocuparte. No dejaré que nada malo te pase.
Juro mostrándole el dedo meñique, una promesa de meñiques. Ese gesto que los niños exigían de sus padres y adultos para sentirse confiados. Evie soltó un grito agudo y extasiado, mientras su pequeña y frágil mano se envolvía alrededor de la del neurocirujano.
Jacob parecía estar su elemento, confiado y seguro, alrededor de esta pequeña, quien lo miraba como si fuera una de las personas más importantes en su vida; un príncipe de cuentos. Y en este instante Jacob López no estaba lejos de serlo, con aquella sonrisa que iluminaba cada rasgo masculino y tosco de su rostro moreno.
—Eres el mejor, doctor Jacob—exclamó la pequeña, envolviendo el cuello del cirujano en un apretado abrazo.
Me alejé de aquella habitación, con el corazón nublado por la nueva faceta que había visto del médico. Esa sonrisa despreocupada, feliz y confiada, nunca había estado en sus labios. Ni una vez en cinco años, y así como si nada; esa pequeña había sido capaz de sacársela. Me sentía mejor por haber gastado mi dinero en un café para Jacob; ver esa sonrisa que se sentía como una pequeña victoria, y el pago por este amargo y feo brebaje que suele tomar el médico todas las mañanas, tardes y noches. Jacob López era adicto al café, de la misma manera que lo era al dulce y al chocolate.
Trabajar al lado de Jacob se podía definir como una lenta tortura, tan lenta que nunca te darías cuentas de cuando comenzó y cuando terminó. Aun así, no puedo negar que el neurocirujano sabe hacer su trabajo, es rápido, eficaz y no pierde el tiempo. La letra pulcra y cuidada se extendía en las notas pegadas a la mesa y sobre los papeles de investigación; notas esclareciendo algunos puntos que pocas personas entenderían, a menos que estuvieran en el mismo mundo de Jacob.