Llevaban un minuto en silencio, pero no sería él quien lo rompiera. Vio cómo el rostro de Andrey había ido mutando de alegre, por recibir una carta de un amigo de San Petersburgo, a triste y, finalmente, a visiblemente furioso. Pero todo bajo un velo de silencio que no le daba una pista de lo que había ocurrido.
Cuando Andrey dejó la misiva sobre la pequeña mesa de roble que tenía a su lado, no los miró, ni siquiera murmuró, sino que dirigió su mirada a la ventana. La nieve caía profusamente, y seguramente ya llegaba al marco inferior de la abertura. Dentro de la isba, sin embargo, la temperatura era agradable, y el olor a resina quemada de la estufa creaba un ambiente embriagador que contrastaba rotundamente con el ánimo del viejo soldado.
Katya y Misha lo miraron buscando una explicación. Al fin y al cabo, Illya era quien más conocía a Andrey. Pero no pudo encontrarla. Supuso que habría alguna mala noticia de la guerra, pero no estaba seguro.
Quiso darle tiempo al veterano y prefirió levantarse para preparar té caliente con unos trozos de azúcar que Andrey había conseguido en Kostromá.
—Les ha disparado —murmuró.
Illya dio media vuelta para mirarlo, animándolo a seguir su explicación, pero Andrey volvió a su silencio previo. Le llevó al menos diez minutos hasta que el agua se calentó lo suficiente y pudo dejarle una taza enfrente, a modo de consuelo.
Funcionó.
—A su propio pueblo —prosiguió Andrey.
—¿Quién ha disparado a su propio pueblo? —preguntó Katya completando la oración.
—El zar. Su pueblo le ha pedido ayuda, sin violencia, sin odio, como un hijo a su padre, y este ordenó dispararles.
—¿Puedes explicarnos qué ha pasado? —reclamó Misha, no satisfecho con las frases aisladas.
Andrey los observó, y volviendo el rostro a la ventana tomó la carta.
—Me la envió un viejo compañero de armas. Un hombre comprometido con los cambios que necesita Rusia. Meses atrás me contó que había conocido a un sacerdote peculiar, aunque en su momento no me dijo su nombre. Al parecer, este hombre de Dios vive en un fiel compromiso de luchar por los pobres, los campesinos y los obreros. No odia al zar, o al menos no lo hacía, pero sí que reclamaba por las injustas condiciones de vida de los trabajadores de San Petersburgo. Sin embargo, sus métodos siempre fueron pacíficos, y muchos eran quienes lo criticaban por ello.
Esta maldita guerra fue la gota que derramó el vaso. Cada día llegan reportes de las bajas sufridas, y el dolor del pueblo solo fue acompañado con impuestos más altos. Gueorgui Gapón no soportó más ver tanta calamidad y organizó una multitudinaria marcha hasta el Palacio de Invierno.
—¿Allí les disparó? —preguntó Misha.
—Nicolás no lo hizo. No tuvo el valor. Prefirió huir de la ciudad y dejar que otros se mancharan las manos.
Illya comprendía el dolor que sufría su amigo. Andrey todavía guardaba esperanzas de que el zar pensara en su pueblo y liderara las reformas necesarias para ello. Pero tal como lo veía, no era seguro que esa ilusión siguiera viva.
—¿Murió también él? El sacerdote que mencionaste… —aclaró Katya.
—No. Al parecer los mismos obreros le salvaron la vida y logró huir del país, aunque no sé a dónde.
Tomaron el té en silencio esperando que fuera Andrey quien siguiera conversando del tema, pero, sorpresivamente, cuando habló, lo hizo cambiando rotundamente de tema.
—¿Sabíais que hay un pueblo en África en el que sus hombres no superan el tamaño de un niño nuestro? Pigmeos, los llaman.
—Siempre nos mencionas lugares nuevos —contestó Misha—, pero no sé dónde están, ni en qué dirección.
—Tienes razón. Es momento de explorar un poco nuestro mundo — reconoció—. Illya, por favor, coge ese cuaderno azul que está detrás tuyo y ven. Os enseñaré las regiones de la Tierra y qué imperio domina cada territorio.
Pasaron varias horas conversando y señalando diferentes puntos en el viejo mapa que tenía Andrey, pero Illya en ningún momento pudo dejar de lado una idea que le transmitió la expresión de enojo del militar.
¿Valía la pena confiar en que el zar haría algo?
***
¡Katya! —se escuchó un grito a la distancia.
En la isba reinaba hacía varias semanas una tranquilidad algo tensa. Alina había vuelto a vivir con ellos, aunque eso significaba trasladar consigo su tristeza. Piotr, en cambio, parecía haber resuelto sus problemas emocionales por un tiempo. Era evidente que el incendio de la villa Baranov era un motivo de orgullo para él, y de alguna manera había servido para descargar una ira acumulada por años. Debía continuar pagando impuestos altos, y seguía dependiendo del Mir para conseguir nuevas tierras en primavera, pero por el momento no pensaba en ello.
Katya se levantó de la silla y se dirigió hacia la ventana. Luego de reconocer que era Misha quien corría sobre la nieve, abrió la puerta enérgicamente y salió junto a Illya sin cerrarla. Oksana también partió detrás de ellos previendo alguna noticia nueva que haría temblar su mundo. En Bui generalmente no ocurría nada extraordinario, pero desde que había comenzado la guerra no cabía esperar nada bueno.
La nieve les cubría completamente los pies, pero tras el paso de varias tormentas de invierno lo sentían como una señal de la vuelta de la primavera. Misha no los esperó, sino que al sentirse alcanzado dio media vuelta y comenzó a correr nuevamente, dejando las marcas de sus botas hundidas bajo el velo blanco. Al cabo de unos minutos llegaron a la intersección que continuaba hasta la iglesia de la Anunciación, a la derecha, y la vía que conducía a Gálich, hacia el este.
—¿Puedes explicarme qué diablos sucede? —preguntó Katya mientras recuperaba el aliento.
—Ya verás —indicó Misha observando la vía con detenimiento.
—Como nos hayas hecho correr sin sentido...