Lo que sucedió con Anna Kenz

Capítulo 19

—¿Por qué...? —pregunto, pero hablo sola porque la llamada ya acabó.

Bufo, pero sin embargo, hago lo que Marc me pidió.

Enciendo todas las luces a mi alcance y voy corriendo a la habitación más grande de la casa. No hay nadie, por lo que puedo respirar tranquila nuevamente.

Mientras bajo las escaleras, confirmo que algo no anda bien. Nada bien, porque, ¿cuántas veces Marc puede llamarte y pedirte que salgas de la casa y dejes encendidas las luces? Marc, justo Marc.

Probablemente nunca, por lo que esta es una situación puntual.

Cuando salgo de casa, me aseguro de trabar la puerta antes de salir pitando hacia la muralla de la casa continua, pretendiendo ocultarme de quién fuese. Incluso de Marc.

Muerdo mis uñas enérgicamente cuando lo veo llegar. Su ceño fruncido se intensifica al no hallarme parada esperándolo a la vista. Se cruza de brazos dándole un vistazo rápido a las ventanas de la casa.

El ruido de un motor, además del de su coche, retumba en las calles tenues, lo que lo hace perder la paciencia. Mi móvil empieza a timbrar con una llamada suya. Dirige su mirada a la dirección del sonido, y sin esperar más, se acerca, cogiéndome del brazo y tirando de mí al patio del vecino.

—Marc, ¡por Dios! Explícame que pasa —pido frunciendo el ceño, después de haber tenido que saltar la maldita muralla. Vigilo hacia la casa, donde no parece haber nadie. Como alguien nos pille andando por su patio vamos directos a la comisaría.

—Explícame tú qué diablos hacías escondiéndote de mí —exige dando pasos furiosos en círculos, jaloneando de su cabello nerviosamente.

—Bueno, discúlpame por dudar de tus intenciones luego de pedirme algo tan absurdo como lo que tú querías que hiciera. Ni siquiera me diste un motivo.

Lo sujeto por los brazos deteniendo sus caminar.

—Y deja de caminar, estás poniéndome más nerviosa.

Sus mirada afilada cae en la mía, taladrándome solo con la furia que destellan sus ojos. Bufo sonoramente. No caería en su miradita de lobo feroz hasta que no me diera un motivo de todo.

—Estoy poniendo nerviosa a la princesita, qué mal —ironiza, dando un paso amenazante hacia mí—. No eres más que una egoísta llena de mierda.

Abro la boca en una perfecta “o”, incrédula, achicando los ojos.

—El único lleno de mierda aquí eres…

Su mano, en un movimiento ágil cubre mis labios y me empuja contra su pecho, guiándome, pegada a él, a uno de los arbustos del jardín del vecino.

Ni siquiera hago la pataleta de niña estúpida que habría hecho si no hubiese visto la sombra asomándose hacia el jardín, mirando hacia nosotros.

—Es de eso de lo que estaba salvándote, reina de Inglaterra —murmura cerca de mi oído, en un tono ronco y furioso. Nada agradable, simplificándolo.

—¿Quiénes son? —pregunto suavemente, aunque mi enojo no mengua. No es mi culpa que él no me haya avisado.

No responde, pero de a poco, deja caer su cabeza sobre mi hombro. Demasiado íntimo para mi gusto, además, sigo enojada como para ser amable.

No puedo creer que estemos así, como dos tortolos escondiéndose en las sombras para tener tiempo a solas juntos. La diferencia es que no somos ni tortolos, ni estamos escondiéndonos para estar a solas.

—¿Qué haces? —pregunto en voz baja cuando no se aparta. Su respiración empieza a hacerme cosquillas en la piel.

Sigue sin responder. Hago el amago de moverme pero sus manos, que de algún modo llegaron a mis caderas, me mantienen quieta en mi sitio.

Me cruzo de brazos como puedo, empezando a impacientarme.

—Ya se fueron —dice, apartándose al fin, y mirando alrededor. Sonrío levemente. Que iluso.

—Se fueron hace rato, lindo. No lo niegues, querías tenerme allí, cobijándome entre tus brazos y pensando en cuántos hijos tendríamos en 10 años —le pico, con la sonrisa creciendo cada vez más en mi rostro, hasta que acabo muerta de risa—. Debes practicar tus excusas.

Ni siquiera intento detener mi risa al ver la amargura en su rostro.

—Ya se fueron —le remedo imitando su voz a duras penas.

Cuando empiezo a caminar hacia el sitio más ideal para saltar la valla, su mano me coge del brazo y tira de mí hasta que acabo nuevamente envuelta por él.

—Si quisiese tenerte aquí… —No termina la frase, sino que la cambia por algo más adecuado, lo que agradezco soberanamente—. Que no los hayas visto no significa que no estuviesen ahí.

Me suelto de su agarre, sobre todo porque su cercanía es demasiado acogedora. Era eso o ya no despegarme.

—La próxima vez ya puedes empezar explicando la situación —protesto con seriedad, retomando mis pasos.

No puedo creer que de verdad haya venido hasta aquí solo para mantenerme alejada de… ¿de quiénes?

—No sigas, están dentro de tu casa.

Por segunda vez en la misma hora, vuelvo a abrir la boca como un plato, sorprendida.

—¿Qué hacen en mí casa? ¿Van a robar? ¿Quiénes son?




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