Un triste invierno azota las montañas
cubiertas de árboles;
el viento golpea a todas direcciones,
y la soledad abraza a la luna,
mientras que los lobos enfurecidos
escapan del frío.
Sin relámpagos,
un silencio sepulcral cubre todo,
impregnado mis ojos
quienes botan aguas saladas
de mi apagado vivir.
Sin la furia de las panteras,
mi tierra se llena de cuerpos inertes
que desprenden el olor de la muerte.
El escalofrío se filtra entre mis raíces,
dejando grandes cicatrices,
incurables para los animales,
mortal para los que viven en mí.
Mis ramas ocultan
la felicidad pérdida,
que volverá con la primavera
si el clima se tranquiliza.
Más el tronco que me sostiene
va decayéndose con lentitud.
Observo en la distancia
el paraíso de la virtud...
Quisiera probar de ella;
ser una vez más parte
de la bondad de la tierra.
Más mis hojas caen
mostrando el cansancio
físico que me llevará
a perder el optimismo.
Estar estática me impide correr,
saber si soy capaz de volver a ser.
Sólo puedo mirar, ver cómo
cae cada parte de mi yo.
Liberándome del ego
que inunda mi interior.
Este es el rayo de luz
que me matará o regresará,
al principio...
o quizá al fin de mi existencia.
Esta revolución no la
puede resolver cualquiera,
porque es problema
de mi terca alma
que por su culpa mis ramas
se quiebran.
¿Será un renacimiento?
Mis padres me decían
que un árbol muere en el invierno
y renace en la primera,
mas este gran árbol
se aferra a la frialdad,
no quiere saber del sol,
pero su luz lo hace entrar calor,
arrancando con
crueldad sus tristezas,
volviendo la alegría
su más fiel compañera.
Ahora mis flores se debaten
entre la agonía y la alegría,
dejándolas totalmente confundidas.
Mientras que por fuera
del caparazón que me protege,
el triste invierno planea
volver a entrar en mi mente.