Los Recuadros de Abraham

Capítulo dos: El Centro de Ayuda para coléricos, sobrios y desamparados

—¿Qué tenía que recordar?

—¿Cómo dice?

—¿Ah?

—¿Qué?

—Disculpe señora, por alguna razón estaba pensando en voz alta.

—No se preocupe muchachito, ¿cómo va el dibujo?

—Pintura, señora Adelaida, pintura.

—¡Ay! Mi niño, siempre tan crítico, bueno bueno, ¿cómo va la pintura? ¿Va quedando bien?

—Con su rostro puedo contemplar el soporte que la vida deja caer sobre aquellos que logran sobrevivir al día-día.

—¡Ay niño, qué cosas dice!

—Sí, perfil es uno del cual puede uno sacar un desafío bastante grande. ¡Ya está! Es hermoso.

Enfrente de mí, un lienzo húmedo con unos colores tan claros como el día que está creciendo en la capital. Una mujer canosa contempla la lejanía de la aparente nada, con un gorrito de fieltro medio inclinado, y parte de su delicado vestido deja ver unos colores exquisitos de un rojo apagado, permutando al vino, y su piel totalmente arrugada y pálida por el paso de tiempo, el día ventoso de hoy ha hecho que la verdadera piel de esta señora que sonríe con unos dientes amarillos se resecara más que de costumbre. El recuadro está dulcemente enmarcado con un poderoso marco de madera barnizada, un poco pesado para que la débil señora pueda llevarlo sin tropezar con sus estúpidos pies lentos. Las personas viejas son interesantes. O al menos la señora Adelaida lo es. Si bien conozco algo, puesto que siempre que llega por un retrato me cuenta aspectos de su vida de cuando era joven y tenía tanta fuerza como para hacer a un hombre correrse en menos de dos minutos, de la vida de esta señora, puedo decir que ahora es una persona sola que tiene, según recuerdo con claridad, siete nietos esparcidos por todo el país. Está orgullosa de ellos aunque entristecida porque solo tres de los siete la visitan.

Dice ser una persona activa, y por lo que puedo concluir con los atisbos seguros que me dan sus ojos hambrientos, quiere insinuarse sin rodeos. Le encanta el arte que hago y ocasionalmente llega a mi apartamento para pedirme que le haga un retrato, analizo siempre los detalles de su rostro, su estética, su humor con respecto al día y el ambiente que la rodea, sus movimientos que me hablan muy claro del cómo se siente en el momento preciso en que la observo o cuando piensa en algo que parece muy lejano hasta para ella misma, la manera en cómo sus manos se mueven agarrando las pocas pertenencias que acarrea; y mientras observo esos detalles importantísimos ella me habla de su vida. Justamente hoy la señora Adelaida tiene visita, su hija que acaba de cumplir unos cincuenta años, y se esfuerza en enfatizar que sigue viéndose joven para su edad, viene a quedarse a dormir una semana pues aclara que está en vacaciones y ella quiere pasarla con su querida madre. Puedo notar el brillo en sus ojos cansados y como estos sonríen. Pero por su tono de voz percibo una pizca de decepción al darse cuenta que esta vez ninguno de sus nietos vino a visitarla.

¿Por qué hablo de esto que es tan insignificante? Por el simple hecho de que esta vieja simpática es interesante. Tiene una vitalidad que va en contraste con su imagen, y libremente alardea de sus cualidades cuando era una jovenzuela que se las daba de repartidora de amor por las calles de San José.

—¡Ay sí! Que buenos tiempos aquellos. ¡Ay niño! Que me quedo hablando y hablando todo el rato, ¿cuánto le debo?

—Cinco mil colones señora Adelaida.

—Tome diez, entonces.

—No ocupo más que cinco…

—¡Las pinturas son caras! Acéptelos y no me haga esa cara, tengo suficiente para volver a la casa.

¿Qué se supone que tengo que decir ahora? ¿Gracias? No soy dado a ese tipo de afecto social. Me quedo totalmente quieto observando el billete, con una sensación de espacio personal diminuta, una incomodidad insólita. El rostro de la señora Adelaida es afable, me mira como si fuera uno de sus nietos ahora, su mano derecha se mueve varias veces con vacilación, ah… Quiere tocar mi hombro para demostrar afecto físico, sus ojos, como los mueve, de un lado a otro, analizando mi rostro indiferente a la emoción, pueden hablar claramente de su preocupación, sus labios se fruncen con solemnidad.

—Abraham, usted está muy solo y triste, ¿verdad?

La pregunta me deja impresionado por dentro. Me vuelvo para ver de lleno el rostro de la señora, con unos ojos profundos y analíticos, dañando cada parte segura del rostro de la señora, el peso de la intimidación del espacio recae sobre ella, por lo cual recula con cautela. No pronuncio palabra por unos breves momentos, ella queda expectante. Extiendo una sonrisa confiada en mi rostro, invitándola a no temer.

—No me gustan las personas, señora Adelaida.

—¿No? ¡Ay muchacho! ¿Pero por qué?

—Ahondar en la amistad, conocerlas y adquirir confianza en esos seres es una búsqueda incesante, señora, y totalmente aburrida para lo que yo considero como disfrute… Aunque cierto es que, en mi pasatiempo, me obsesiona observar a las personas y saber de ellas… Hasta incluso he sentido el deseo de interactuar con… ¿Qué cosas digo, señora Adelaida? La pintura ya está, ¿está segura que no quiere que le ayude a llevarla?




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