Eran las tres de la mañana cuando Sara y yo llegamos a su piso. Aunque Ian y Hugo nos acompañaron hasta la puerta del edificio y no se fueron hasta que entramos, decidieron pasar el sábado juntos, así que las dos subimos en silencio para no molestar a los vecinos. O al menos lo intentamos, ya que mi amiga se había bebido alguna que otra copa de más y su sentido del equilibrio estaba un poco tocado.
—¿Sabes una cosa?
Sara se tambaleó y tuve que rodearla con mi brazo izquierdo para que no terminara cayéndose por las escaleras. Se había quitado los tacones y en ese momento los llevaba colgando de una mano. No sabía si alegrarme o no de que lo hubiera hecho, ya que las probabilidades de tener un accidente estrepitoso aumentaban peligrosamente con ellos puestos.
—Baja la voz. Vas a despertar a todo el mundo.
Se detuvo para mirarme y me lanzó una sonrisa bobalicona que terminó haciéndome suspirar, pero no lo hice porque estuviera molesta. En realidad, ella no tenía ni la más remota idea de lo feliz que me sentía porque me hubiese convencido de salir esa noche.
—Creo que sé lo que estabais haciendo fuera vosotros dos—susurró junto a mi oído.
Tragué saliva y seguí caminando para evitar mirarla a los ojos. Su comentario me hizo recordarlo todo. Y cuando decía todo, era todo, porque nunca antes un chico me había tocado de esa forma.
—Hablar. Eso es lo que hacíamos.
Fue la primera vez que experimenté sensaciones que me hicieron llegar al borde de un precipicio del que no me importó saltar. Terminé cayendo sin que pudiera evitarlo, pero sus brazos estuvieron allí para sujetarme en todo momento. Sin embargo, haberme ido sin despedirme de él comenzaba a pesarme, aunque seguía diciéndome a mí misma que no volvería a verlo. Así no tendría que pasar por el bochornoso momento de tenerlo de nuevo frente a mí después de lo que habíamos hecho. Esa noche no dudé en besarlo ni en dejarle que me besara. Actué como alguien que tenía experiencia en ese ámbito, cuando en realidad me temblaban las piernas por los nervios.
—Pues Leo ha entrado hecho una furia y le ha reventado una botella de cristal en la cabeza a un tío que no conocía de nada.
Tomé una bocanada de aire y lo solté lentamente cuando llegamos por fin al tercer piso.
—Yo no tengo la culpa de que sea tan infantil.
—No es infantil, es idiota. Y no entiendo cómo el chico que me tatuó se ha contenido cuando lo ha visto hacerte eso.
—Porque piensa antes de actuar. No le habría servido de nada rebajarse a su altura o responder a sus provocaciones.
—Tienes razón—murmuró mientras cabeceaba buscando las llaves en su bolso—. ¿Le has preguntado su nombre al menos?
Me miró antes de introducir la llave en la cerradura y un instante después, la puerta se abrió con un crujido.
—No.
—Vaya. Parece que estabais muy ocupados hablando de cosas de artistas.
Cerró la puerta y se apoyó contra ella. Se quitó los pendientes y dejó los tacones en el suelo con cuidado.
—¿Cosas de artistas?—me tragué una risa al decirlo en voz alta—. ¿Qué clase de respuesta es esa?
—Vamos. Seguro que pensaste lo mismo que yo al verlo.
Desvié la mirada hacia el salón compuesto por dos sofás rojos, una mesa blanca con cuatro sillas del mismo color y una televisión de plasma de treinta pulgadas. La ventana estaba abierta y la persiana subida hasta la mitad, por lo que sentí una corriente de aire frío cuando comenzó a andar en dirección a su habitación, que era la que se encontraba al final del pasillo.
—No pensé nada raro cuando lo vi.
—¿Y quién ha dicho que lo hicieras?—volvió a emitir esa risa malvada cuando colocó la mano alrededor del pomo de la puerta y la abrió—. Sería el modelo ideal. No sé por qué no le has comentado nada—se detuvo de pronto y se giró hacia mí apuntándome con el dedo índice—. Oh. Ahora lo entiendo todo—sonrió de medio lado y entornó los ojos—. De eso mismo hablasteis. Por eso tardabais tanto.
—No. No estábamos hablando de eso—admití—. No se me pasaría por la cabeza pedirle algo así.
Asentí muy segura de mí misma mientras ella se sentaba en la cama y se tanteaba la espalda tratando de encontrar la cremallera. Todavía tenía los pendientes en la mano. Si seguía así, terminaría por perderlos al desparramarlos sobre las sábanas.
—No me parece una idea tan descabellada.
—A mí sí. No lo conozco de nada y será mejor que continúe así.
—Qué radical eres a veces.
—Solo soy realista.
—Deja que la realidad te sorprenda de vez en cuando—la vi luchar en vano por encontrar la cremallera y me acerqué a ella—. ¿Me echas una mano?
—Sí—contesté mientras colocaba los dedos sobre el frío metal y tiraba de él hacia abajo—. ¿Y esto de aquí?
Vi la marca rojiza junto a su cuello gracias a la luz de la lamparita de la mesa de noche cuando le retiré el pelo hacia atrás y no tuve que dejar volar mi imaginación para saber lo que la había provocado.