—Si alguien me hubiese dicho esta mañana que terminaría encerrado en un cuarto de baño contigo no le habría creído.
En ese momento me alegré de que fuera detrás mío. Cuando pronunció esa frase en ese tono que siempre usaba en las situaciones menos indicadas, un calor me trepó por el pecho, ascendió por mi garganta y se concentró en mis mejillas. Sin embargo, en ese lío me había metido yo sola. Nadie me obligó a curarle la herida, ni siquiera él había dicho nada al respecto. En realidad, había permanecido en silencio hasta que cruzamos la puerta del cuarto de baño de mujeres de la Cafetería Céfiro.
—La vida es como una caja de sorpresas —logré decir mientras pulsaba el interruptor de la luz—. Nunca sabes lo que te deparará cada día.
—Eso ha sonado muy profundo —escuché que decía al tiempo que oía la puerta cerrarse a mi espalda—. Me gustaría saber por qué lo piensas.
—Pues porque nuestro futuro es incierto —dije completamente en serio. Me giré de pronto y vi que estaba de brazos cruzados y apoyado contra las baldosas blancas de la pared del pequeño habitáculo compuesto por tres baños individuales y dos lavabos de mármol negro—. Lo único seguro es el presente.
Aspiré el fuerte olor a desinfectante mezclado con jazmín y me di cuenta de que la luz procedente del techo incidía directamente sobre sus pestañas, proyectando unas sombras extremadamente largas.
—Entonces tendré que esforzarme si quiero seguir formando parte de tu presente.
Tragué saliva y observé su rostro con lentitud, deteniéndome en el reguero de sangre que comenzaba a secarse a medida que los segundos iban pasando. Una sensación amarga se extendió por toda mi boca cuando comprendí que yo era la causante de todo lo que había sucedido. Claro que Leo era el que había lanzado la botella de cristal contra el suelo, pero si yo no le hubiese pedido que viniera, nada de eso habría pasado. Esa vez, fue mi egoísmo el causante de que tuviera una cicatriz más en su cuerpo.
—Ven aquí —murmuré.
Me coloqué delante del espejo, pero evité mirarme. Eros se movió al instante y cuando estuvo a mi lado, desvié la mirada. Sin que tuviera que decirle nada, flexionó las rodillas, apoyó sus brazos sobre el lavabo y me miró desde abajo.
—No tienes la culpa de nada, Dafne —dijo como si me estuviera leyendo la mente—. Si su mentalidad es la de un niño pequeño, va a seguir actuando como tal. —No fui capaz de contestarle porque si lo hacía me iba a echar a llorar. Tenía un horrible nudo en la garganta que me impedía hablar. Además, la forma en la que me lo estaba diciendo, como si confiara plenamente en ello, y cómo me estaba mirando, como si sintiera pena por la forma en la que estaba afectando a mi estado de ánimo, no me ayudaron ni lo más mínimo—. Vamos, bizcochito. —Apoyó su mentón sobre la mano derecha y con la izquierda comenzó a acariciarme la pantorrilla—. No estés triste.
Si su propósito era distraerme con esos movimientos que cada vez eran más lentos y ascendentes, hasta el punto de superar la parte trasera de mis rodillas, no me cabía duda de que terminaría consiguiéndolo.
—No estoy triste.
Cuando nuestros ojos se encontraron de nuevo, me pareció captar una chispa de diversión a través de ellos. Cabeceó ligeramente y chasqueó la lengua.
—A mí no me engañas.
—No te estoy engañando.
Claro que lo estaba engañando. Y claro que sabía que él era consciente de que lo estaba haciendo. Ni siquiera entendía por qué quería ocultarlo. Bueno, en realidad sí lo sabía. No quería que pensara que era demasiado débil o que era muy sensible. Mis experiencias pasadas me llevaron a ser consciente de que, si me mostraba así ante las personas, o bien se cansaban pronto de mí, o bien se aprovechaban de ello. También era cierto lo de que nunca hacía caso a lo que Leo decía, pero… ¿Y si al final tenía razón?
¿Y si terminaba cansándose de mí por mi forma de ser?
—Dafne…
—Estoy bien —lo corté.
Dejé de mirarlo y me giré para encender el grifo. Musa, la dueña de la cafetería, una mujer de cuarenta años y pelo rojizo rizado, no dudó en prestarnos el maletín de primeros auxilios. Ella también fue la que le sugirió que entrara al baño, pues a pesar de que era un corte superficial, si no lo lavaba bien corría el riesgo de que se infectara. En un primer momento pensé que al curarlo me quitaría parte del peso que cargaba sobre mis hombros, pero todo cambió cuando me incliné hacia él para limpiar con cuidado el camino que la sangre había dejado tras su paso. Eros dejó de apoyarse sobre el mármol y me rodeó el muslo derecho con la mano. Literalmente. La última vez que hizo algo así llevaba medias y un vestido negro, pero ese día había optado por unos pantalones vaqueros grises y holgados. Aun así, sentí que sus dedos atravesaban la tela y percibían el calor que irradiaba mi piel por la sonrisa que tiró de sus labios.
—¿Te has fijado en lo diminutas que son tus piernas?
Casi me reí por lo ridículo que sonaba viniendo de él. Y más en un momento como ese. Pero, aunque me las arreglé para contener la risa, la sonrisa apareció antes de que pudiera reprimirla. Sus ojos volvieron a mirarme, pero esa vez todo a nuestro alrededor se desvaneció. Pese a que oía el bullicio exterior, me sentía como si solo estuviéramos nosotros dos. Y no me refería únicamente a estar encerrados en un cuarto de baño minúsculo.