Luces de neón

Capítulo 61. Dejar ir

Nos pasamos la vida tomando decisiones, a pesar de que en algunas de ellas no tenemos otra opción. De hecho, lo hacemos cada hora, cada minuto, cada segundo, a veces incluso sin darnos cuenta, como cuando elegimos nuestra ropa o lo que desayunaremos un día cualquiera.

Algunas son más importantes que otras, claro está. No es lo mismo decidir si llevarnos o no un paraguas cuando el día está nublado que decidir lo que queremos estudiar. Una de ellas determinará si terminamos empapados antes de llegar a un lugar mientras que la otra normalmente determinará nuestro futuro.

Y como con tantas cosas en la vida, de algunas te arrepientes y de otras no, de algunas aprendes y de otras no. Hay decisiones que te avergüenzan y te persiguen por el resto de tus días, pero también hay otras que se sienten como si te hubieras quitado un gran peso de encima, que te enorgullecen y te hacen sentir bien, más o menos como debía de sentirse Romeo en el cuadro de Joseph Christian Leyendecker, cuando lograba trepar hasta el balcón de su amada Julieta cada noche para pasar, sin ellos saberlo, sus últimos instantes juntos.

A conclusiones como esas llegué gracias a las personas que tenía a mi alrededor, personas como mi padre y mi madre, como Calipso y Sara, como Eros y Liam.

Pero al igual que cada día tomamos decisiones, también tenemos que aprender a poner límites, marcas y líneas que no deben sobrepasarse bajo ninguna circunstancia.

Cada vez que alzaba la voz en defensa de mis derechos y creencias, una parte de mí, una que hacía años que no veía la luz, vibraba, como si quisiera romper el caparazón que la mantenía encerrada en lo más profundo de mi ser.

La Dafne del pasado decía lo que pensaba sin miedo a las consecuencias.

La Dafne del pasado no lloraba a escondidas en su habitación, avergonzada y furiosa por no ser capaz de plantarle cara a aquellos que disfrutaban ridiculizándola por algo tan banal como un dibujo.

Me costó años comprender que nuestras formas de entender el arte y de disfrutarlo no eran las mismas. Para ellos, el arte era aburrido. Para mí, era parte de mi vida. Sin él, siempre estaría incompleta.

Me costó más de una lágrima comprender que mi cicatriz no era antiestética.

Tampoco había un motivo por el cual tuviera que ocultarla. Al fin y al cabo, era la marca que me convertía en una superviviente y ese era un motivo más que suficiente para que me sintiera orgullosa de ella.

Lo que sucedió esa Nochevieja solo fue una experiencia más, ni siquiera podía considerarla como mala. Lo único que tenía que hacer era verla desde otra perspectiva. Tenía que pensar como la Dafne del pasado.

Quería volver a ser como ella.

Quería volver a ser yo.

Quería ser fuerte.

Quería dejar de vivir con el temor constante de que mi vida se arruinaría si tomaba una mala decisión. Pero, a decir verdad, ¿quién traza la línea entre lo que está bien y lo que no?

¿Y si lo que supuestamente era malo para mí en realidad no lo era?

O al menos, no era tan malo como lo pintaban.

Estudiar Bellas Artes y pedirle a Eros que fuera mi modelo fueron dos decisiones que tomé sin ayuda de nadie y de las que no me arrepentiría jamás.

El primer paso era confiar en mí misma. Eso debía hacer si quería volver a ser ella, si quería volver a ser yo.

—Después de ti. —Eros cerró la mano alrededor de la manivela de la puerta con una abertura de cristal en forma de media luna que daba al salón y dejó una suave y lenta caricia sobre la piel desnuda de mi espalda mientras giraba su cara en mi dirección. La prolongó hasta llegar a la zona lumbar y se detuvo justo allí. Pudo haberla dejado caer entonces y apartarse, pero no lo hizo. Estaba esperando a que yo dijera algo. Después de la conversación que habíamos tenido, era normal que lo hiciera—. Tu madre estará preocupada. Su hija y un… desconocido llevan desaparecidos casi una hora. Me pregunto en qué estará pensando.

Algo hizo clic en mi cabeza cuando escuché la palabra desconocido.

No éramos dos desconocidos.

A partir de ese día dejamos de serlo ante los ojos de mis padres.

—No somos dos desconocidos. Hace tiempo que dejamos de serlo. —Alcé el mentón y sostuve su mirada. Él curvó las comisuras de sus labios hacia arriba antes de apartarme los mechones de la frente con suavidad—. Y yo me pregunto en qué piensas tú.

La sonrisa desapareció de su rostro cuando escuchó mi confesión.

Lo vi venir al igual que la primera vez que nos encontramos en su estudio de tatuajes.

Cuando se inclinó hacia mí casi tan despacio como la caricia que había dejado en mi espalda, su aliento me hizo cosquillas y mi piel se erizó cuando me habló al oído. Estábamos tan cerca el uno del otro que parecíamos los Eros y Psique del cuadro de Ernst Roeber.

—¿Quieres saber lo primero que he pensado cuando te he visto esta noche, Dafne?

Desvié la mirada hacia el pequeño cristal que tenía delante. La fiesta continuaba, pero las personas que antes estaban sentadas en sus correspondientes mesas se movían por toda la sala al compás de una canción alegre. Divisé la nuestra en la lejanía y reprimí el impulso de moverme cuando vi que estaba vacía.




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