La música sonaba estruendosa en aquel lugar, en tanto yo me arrepentía de ceder a los insistentes pedidos de Vanesa de que la acompañara al Club Djavú; todo fuera por no dejarla sola en su primera cita. En ese momento, ella bailaba con su chico, mientras yo me aburría como un hongo en un jardín sin humedad.
Todos se encontraban en la pista, cuerpo con cuerpo, bailoteando sin cesar. Cuánto odiaba todo aquello. Me gustaba bailar, pero en ese momento tenía otras cosas en mente que no me permitían relajarme por completo y disfrutar del lugar.
Acababa de culminar mi último año de colegio y solo restaba buscar mi diploma para comenzar la «vida adulta». El próximo paso sería inscribirme en alguna Universidad, sin embargo, aún no había decidido cuál.
Por otro lado, faltaban tan solo dos días para que se cumplieran seis años del asesinato de mi padre, un hecho que aún me dolía recordar.
Suspiré y miré la pulsera que decoraba mi muñeca derecha; el último regalo que él me había hecho. Se trataba de una simple cadenita plateada, la cual poseía una especie de placa rectangular con la palabra «princesa» grabada en ella, cuyos finos trazos estaban rodeados por diminutas piedrecitas azules. Desde que tenía memoria, él me llamaba de esa manera: su pequeña princesa; la niña dulce que, poco a poco, se había transformado en una joven un tanto insegura y rencorosa con la vida por haberle arrebatado a su héroe.
Dolía recordar la escena de aquellos hombres bajando de un coche, para luego llevárselo a rastras. Dolía rememorar a mi madre corriendo para sacarnos a mi hermanito y a mí de ese lugar. Pero, sobre todo, me destrozaba pensar en la última mirada que él me había dirigido y aquel «lo siento» que sus labios habían articulado.
Pero, aun así, allí me encontraba, rodeada de personas con más alcohol que sangre en las venas.
Hastiada, comencé a caminar, alejándome de la sobrepoblación humana que reinaba en aquel pequeño salón. Me quedé parada cerca de la barra y miré mi celular, constatando que apenas eran las tres de la mañana. Con total aburrimiento, miré mis redes sociales, hasta que me sentí molesta…, intimidada.
Alguien me observaba.
Alcé la vista, buscando, entre todas aquellas personas, a quien me tenía en su mira. Mi sexto sentido jamás fallaba.
En una zona alejada de la muchedumbre, cerca de los sanitarios, se hallaba de pie un chico alto. Si las luces no me engañaban, su cabello era castaño o, quizás, negro. Sus ojos oscuros observaban mis movimientos y parecía no molestarle el hecho de que lo hubiera descubierto. No me dedicó una sonrisa ni tampoco una mirada atrevida, típica de aquellos que deseaban invitarte a bailar, sino que me observaba con seriedad, quizás hasta con… ¿preocupación?
Miré mi celular en cuanto lo sentí vibrar. Se trataba de una notificación sobre cómo estaría el clima durante los próximos días. Bufé, aburrida.
Alguien se paró frente a mí y me tomó por el antebrazo, antes de que pudiera levantar la mirada. Sonreí al reconocer aquel reloj negro en su muñeca. Se trataba de Ignacio, el hermano mayor de mi amiga.
―Mer, vuelve a casa; yo me encargo de llevar a Vanesa. No pienso dejarla sola por muy simpática que parezca esa «rata» ―dijo, acercándose a mí.
Reí y negué con la cabeza, divertida por la expresión que había utilizado para referirse a la pareja de Vanesa. A veces era demasiado sobreprotector y me divertía escuchar los apodos que les daba a todos aquellos que se acercaran a su «hermanita».
Pasé mi brazo sobre su hombro, en un cálido abrazo, y susurré un «gracias» cerca de su oído. Estaba salvándome de una desgraciada noche. Ignacio sonrió y se alejó, perdiéndose entre la multitud mientras buscaba a sus amigos.
De inmediato, le envié un mensaje a mi hermano, para que pasara a recogerme. Tomás tenía quince años, pero ya conducía, por lo que era él quien solía sacarme de estas situaciones.
Para mi suerte, Tomás contestó de inmediato, comunicándome que en diez minutos estaría por allí, ya que se hallaba en la casa de unos compañeros, que se encontraba bastante cerca. Perfecto.
Con la mirada, busqué a mi amiga entre aquel tumulto, pero no logré hallarla, por lo que decidí enviarle un mensaje a Nacho, antes de salir al exterior.
Cuando el aire fresco de la noche primaveral me abrazó, agradecí haberme vestido con un jean y una remera de mangas cortas.
Caminé por la calle de asfalto, pateando un par de piedras que encontraba en mi camino, y me detuve a unos cincuenta metros de la puerta del club. Los guardias aún se encontraban en su posición habitual, controlando a las personas que ingresaban.
Miré mi celular de nuevo, descubriendo que eran casi las cuatro de la madrugada, en el mismo instante en el que me percataba de que alguien caminaba detrás de mí.
Un escalofrío recorrió mi espina dorsal.
Sentí miedo.
Me giré hacia la izquierda y un hombre enorme tapó mi boca con un paño, impidiéndome pedir ayuda. Desesperada, busqué auxilio con la mirada, notando que todos estaban en su mundo; al día siguiente se enterarían de la desaparición de otra joven en la ciudad y se lamentarían por ello, aun cuando podrían haber hecho algo para impedirlo.