Luego de caminar por un par de minutos, llegué a la entrada de mi casa. Cansada, abrí la pequeña valla de rejas que daba paso al jardín y atravesé el estrecho sendero hasta la puerta de caoba, decorada con pequeñas ondas en los bordes; abertura que mi padre había encargado a un tallador que se hallaba de paso en una feria, hacía varios años.
Giré la manija dorada y entré, esperando encontrar a mi madre en la sala como cualquier otro domingo. Pero no estaba allí.
—¿Mamá? —susurré.
Nadie respondió, sin embargo, percibí un ruido de pasos en las escaleras. Una vez que el dueño de las pisadas llegó al último escalón, pude ver que se trataba de mi hermano, que llevaba una mochila en las manos.
—¡Hey! —saludó al verme.
—Tomi, ¿dónde está mamá? —pregunté.
—En la cocina, viendo los diarios online. Después tengo que hablar contigo —murmuró.
Me dedicó una mirada cómplice y se giró, echando a correr por el pasillo mientras yo me encaminaba hacia la amplia entrada de la cocina. Y allí estaba mamá, sentada a la mesa, con su cabello castaño suelto, la computadora frente a ella y sus lentes de lectura.
—Cariño, ¡has llegado! —exclamó, percatándose de mi presencia.
—Sí, ¿cómo estás, mamá?
—Bien, revisando las noticias del día. ¿Qué tal estuvo anoche? —interrogó, mirándome por encima de los lentes.
—¡Excelente! Nacho también había salido, así que él nos acercó hasta su casa. Estábamos muertas de sueño, por lo que nos acostamos enseguida —respondí, animada.
—Algo me comentó Tomás, estaba dormida así que apenas recuerdo a qué hora volvió —contestó, dejando escapar una risa.
—Sí, le avisé a él porque supuse que estarías cansada por el trabajo —expliqué, con mi mejor sonrisa—. Mamá, iré a darme una ducha —comenté, señalando hacia arriba, en donde se encontraba mi habitación.
Ella asintió, sonriendo, con el cansancio grabado en su mirada. Trabajaba en su pastelería de lunes a sábados, y, a veces, los domingos por la mañana atendía algún pedido especial. Tener un emprendimiento resultaba agotador.
Tras un último vistazo a mi madre, giré sobre mis talones y me encaminé hacia las escaleras. Sentía una punzada en mi pecho, pero le resté importancia, asumiendo que se debía a un vestigio de nerviosismo por lo ocurrido la noche anterior. Me faltaba una parte de la historia, sin embargo, estaba segura de que pronto la descubriría. Lo haría, costase lo que costase.
•••
Me recosté en la cama, aún con el cabello mojado y revuelto, y prendí la computadora, dejándola en mi regazo. En cuanto se encendiera comenzaría con mi búsqueda.
Mientras esperaba que el ordenador iniciara sesión, tomé el peine que se hallaba en la mesa de luz y comencé a desenredar aquellas extensas hebras rubias que adornaban mi cabeza. Tenía el cabello bastante largo y hacía meses que no pisaba una peluquería, ya había aprendido a cortarme las puntas por mi cuenta.
Me paré, busqué una toalla y terminé de secarlo, dejando que las ondas se acomodaran a su gusto sobre mi pecho y espalda.
Cuando regresé a la cama, la computadora ya estaba encendida, abrí el buscador, teniendo como punto de partida los diarios locales.
No encontré nada referido al intento de secuestro, lo cual me llevaba a pensar en que nadie se había enterado, o bien hacían la vista gorda ante hechos como aquel.
Un poco decepcionada, entré a las redes sociales. En la página de inicio no hallé nada interesante, tan solo algunas fotos de adolescentes que habían salido la noche anterior, chistes y canciones un poco melancólicas.
Ingresé al buscador e introduje aquel nombre que no dejaba de resonar en mi mente: Valentín Fierse; sin embargo, no había nada que coincidiera con lo que buscaba. Presioné la tecla de resultados aproximados y me aparecieron varios «Valentines», que al parecer se hallaban en la ciudad.
Comencé a bajar por la página hasta que un usuario llamó mi atención. Valentín AFs. Me sonaba muy familiar, por lo que hice clic en el nombre y, de forma automática, la página me redirigió a su perfil.
Mi intuición no me había fallado. En la imagen del usuario se veía la silueta lejana de un joven apoyado contra un árbol, con un atardecer de fondo. Profundicé en la página hasta que me topé con una foto tomada desde un ángulo más cercano. ¡Lo había encontrado!
Observé la fotografía en detalle, su rostro de facciones marcadas no tenía hoyuelos ni grandes pómulos, sus ojos eran de un color cobrizo, extraño, y que le sentaba divino. Me detuve en seco, parpadeé repetidas veces y meneé la cabeza, alejando de forma brusca aquel pensamiento. No era momento para adular su belleza.
Cerré la imagen y busqué algo de información que pudiera servirme. No había manifestación de colegios o tipo de estudios y tampoco aparecía la edad. Aquello me llevó a pensar que no era nada tonto; sus datos personales, al parecer, los mantenía en privado.
Al pasar la vista por una foto, me frené en seco, al comprobar que tenía un tatuaje.
Valentín se encontraba de espaldas y en su nuca se podía ver una extraña línea sobresaliente. Saqué captura de esto y, acto seguido, abrí un editor de imágenes. En mis tiempos libres, osaba tomar la cámara de mamá y sacaba —por lo general— primeros planos o detalles. Utilicé una herramienta de enfoque y agudicé mi vista, ya que la calidad no era muy buena, sin embargo, pude distinguir una curvatura, como si se tratara de una letra en cursiva.