Luxor: Ascenso

XIX.

LESSANY

 

«A un Kasttell sólo le importa un Kasttell», se repite como una mantra en su mente, mientras las jóvenes asistentes le ayudan a estar presentable para el Señor de Senerys. Se mira en el espejo de cuerpo entero una última vez antes de aprobarse a sí misma y marchar: La sayuela ceñida de cuello alto con un campo blanco sobre fondo rojo, pantalones de cachemira del mismo impoluto color y las botas negras atadas arriba de las rodillas, el trenzado sencillo dejando el cabello caer sobre un hombro y unos cuantos mechones en sus mejillas. «A Kandem le gustará», se dice.

Kaeli le entrega la caja de cartón marrón con los pliegues de papel de seda dentro, envolviendo el obsequio de paz que ha mandado a fabricar para él: una capa con la piel del lobo gris que cazó; además de la piel, usó el revestimiento de una de sus capas y los broches de oro blanco tomados de un vestido que poco usa. «También le gustará». Los escoltas la acompañan hacia el salón de visitas contiguo a las estancias privadas del Señor.

Le analiza una vez lo tiene frente a ella, recalcando en la barba aún dispareja y el cabello atado en la nuca se nota muy largo, el nudo de la bufanda descentrado en su camisa y dos botones del chaleco sin abrochar; los dedos le escuecen por arreglarlo mas se contiene, extendiendo la caja que con sus manos sostiene así como la mirada profunda y triste de Kandem frente a ella.

—Es para ti —explicándose—. Una ofrenda de paz.

Con curiosidad y entusiasmo, Kandem asienta la caja en una mesilla y la abre, remueve los pliegues de papel y alza lo que contiene, dejándole con los ojos bien abiertos y las cejas alzadas. Él sonríe sin dudarlo siquiera al ver la magnífica capa grisácea de piel de lobo, más grande que ella misma, la cola del animal pendiendo en un extremo y las fauces en el extremo contrario.

—Revestimiento de calidad, tratamiento impermeable exterior, capucha, broches de oro blanco. Dos metros de un trabajo de calidad, más caro incluso que mis botas, créeme —explica ella, como toda una experta. En Kasttell o en ninguna ciudad del éste se encontraría piel o cueros reales, sólo imitaciones sintéticas.

—Creo —responde él, deseoso de usarla—. Podría usarla hoy mismo, al salir a cabalgar, ¿no te parece?

—Como quieras —dice ella con indiferencia.

—Tú vendrías conmigo —añade, ganándose una mirada de desconfianza—. No me veas así, esto es una tregua.

—Hablas como si nuestra relación fuera una batalla —acota ella.

—¿No lo es? —pregunta él, a lo que no recibe respuesta. 

 

Envuelta en suficientes capas de abrigo como para que el frío no le penetre hasta las ropas, Lessany guía a Medialuna según el trote que el Señor de Senerys mantiene a su lado en su caballo Noche, un par de copos de nieve se le escabullen y derriten en las mejillas pero está bien, la sensación el recuerda que está viva. A pocos días del cambio de rumbo en esa relación, le parece que se le acaban las fuerzas y no sabe cuántas veces tendrá que cambiar y transformarse para sobrevivir. 

—¿Tienes frío? —La pregunta la espabila de su abstracción, y niega. Antes de que Kandem puede ejecutar otra interrogación las personas le detienen de nueva cuenta, reverencian y saludan a su Señor, lo ve responder con cortesía y una sonrisa en el rostro, se detiene más de una vez a tomar la mano de los hombres; por un momento le parece que él nació para todo eso, para gobernar. Su pueblo lo quiere, amor y no poder es lo que tiene allí—. ¿Quieres regresar por el almuerzo?

—No, estoy bien todavía, puedo esperar. Gracias.

—Entonces, ¿por qué estás tan callada?

Con un suspiro que eleva su aliento hasta la nevada, no sabiendo qué parte es actuación o qué es real, si sus sentimientos de tristeza y desolación son producto de la necesidad de transmitir debilidad y melancolía o si se ha arraigado en ella la sensación de derrota: —No sé qué quieres escuchar.

Confuso, Kandem elige no intentar compartir otra palabra y así arriban a lago congelado en el corazón del Bosque de las Luces, desmontan y atan las riendas de los animales en un par de árboles. Ella pasa por su lado con la vista clavada en el blanco hielo que es el lago, las blancas crestas de los pinos y el otro extremo, a unos veinte metros de distancia, cubierto por una capa de nieve igual de gruesa que la que sus pies pisan.

—Quería decirte que no tienes que volver a ver a las Damas de Senerys si no quieres —anuncia él, acompañándola en su contemplación, preguntándose qué ocurrirá en su mente en ese momento—. Tengo otra noticia, necesito que me mires.

Lessany se gira y le enfrenta, los párpados ligeramente caídos debajo de las capas de tela y retazos de cabellos dorados, pero esos ojos azules conservan la misma frialdad y destello del hielo, él en cambio tiene un brillo de alegría en los suyos. «Él no lo sabe».

—Mi hermana y sus hijos vendrán de visita por una semana, ella vive en…

—Anerys —interrumpe ella—, lo sé.

—Bien, espero puedas darte la oportunidad de conocerle, y a mis sobrinos. No sé si te gusten los niños pe…

—Lo haré si es lo que quieres que haga—interrumpe de nuevo, volviendo la vista hacia el hielo.

Él la estudia, sintiendo de nuevo que se aleja. No quiere dejarla ir, no puede permitirlo.

—Puedes decirme lo que piensas, lo que sientes, Lessa.

—Lessa —repite ella, saboreando la palabra—, mi hermano Lirio era el único que me llamaba así, lo dejó de hacer cuando intenté saltar del balcón de mi estancia.

—¿Por qué…?

—¿…quería saltar del balcón y morir? —completa por él, con una sonrisa amarga en su boca—. Mi padre quería ejecutar a mi compañero de armas y escolta, no iba a permitirlo. Ese día Liunius llegó a la estancia solo para verificar que saltara porque, dijo, “la palabra es la moneda de pago más valiosa: paga”. Así que salté, pero até una soga en forma de arnés en mi torso, debajo de mis batas, y colgué boca abajo con el viento congelándome. Mi padre ordenó que me dejasen allí un rato hasta que se me durmieran las extremidades para que aprendiera la lección —la risa surge con desanimo en su garganta—. Esas eran las lecciones de mi padre.




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