LESSANY
Lessany no recordaba sentirse así desde hace mucho tiempo, como un canario fuera de su largo encierro extendía sus alas, cabalgaba con velocidad entre los bosques, la yegua entre sus piernas siendo su compañera de caza y su aliada, rastreando con habilidad al venado fugaz, acorralándolo y engañándolo para que corra en la dirección deseada, la flecha en sus dedos sintiéndose una extensión de su mirada, clavándose en un golpe mortal que derriba al majestuoso animal a cincuenta metros de distancia, mientras cabalgaba. Los hombres demostraron su asombro y su respeto, comenzó a ganar su confianza y a reír con ellos, beber oporto con ellos y hablar como ellos. Nunca habían visto a una mujer que no fuese la hermana menor de su Señor, cazar a un venado con tal habilidad y menos verla noquear a un hombre con un arma de entrenamiento.
—Gracias por tus muchos obsequios —recitó en Antiguo Vael antes de acabar con la miseria del animal que agonizaba en la nieve, lo vio perder el brillo de sus ojos y quedar laxo en la nieve. Luego, con la misma daga manchada de rojo granate, le abrió el estómago y sin remordimientos extrajo sus vísceras.
—Si eso le hace a un animal no quiero imaginar lo que le hará al marido —dijo Nay, obteniendo una risa colectiva de la partida de caza. Ella se giró sobre un hombro y la trenza se deslizó hasta su espalda baja como un mazo de hebras de oro, fulminando al escolta aún arrodillada en la nieve.
—A que no tienes huevos de decírmelo en la lengua de los Antiguos.
Las risas desaparecieron.
—Eso pensé —añadió.
Lessany regresó a su yegua tras asease las manos en lo posible y los hombres limpiaron y cargaron al animal en la montura de Konnor, lo cubrieron con un campo negro. En eso se encontraban inmersos cuando Medialuna comenzó a relinchar y a bufar con nerviosismo. Supo que había peligro.
Fue cuestión de unos segundos para que Lessany comprendiera, antes que los hombres, de que eran acechados. El viento arrastraba el olor a peligro. Tomó el arco y las flechas, alzó su pie en el segmento añadido para disparar mientras cabalga, y se irguió, apuntando hacia la oscuridad del bosque de pinos; el pequeño claro en el que se hallaban tenía una capa de nieve de treinta centímetros, eran presa fácil para los ojos que la acechaban desde el espesor del follaje.
Los hombres se pusieron alertas y sacaron sus armas de fuego, pero era muy tarde, el animal se lanzaba contra Lass, que liberaba su vejiga junto a un pino al borde del pequeño claro. Le desagarró la garganta antes de que alguien lograra disparar un rayo de luz de su arma, la sangre manchó la nieve de forma tenebrosa, pero el pelaje del lobo gris continuaba imponente. Los hombres gritaban órdenes y disparaban, pero ninguno acertaba, intentaban con desesperación controlar los caballos y colocarla a ella en un lugar seguro. Lessany, erguida en su montura disparaba contra el animal hasta que por fin una de sus flechas alcanzó la pata trasera del lobo gris, atrayendo su atención hacia ella. Compartieron miradas.
La escolta continuó disparando y tomaron las riendas de Medialuna para guiarla lejos del peligro, pero en lugar de ayudar, la desestabilizaron. Cuando se tambaleaba en el aire, supo ver el reflejo de la bestia al saltar en su dirección y el instinto le llevó a desenvainar la espada. El animal la derribaba del caballo y la llevaba a la nieve.
Todo se quedó en silencio un instante al ver que la bestia tenía en sus garras a la mujer, pero no se movía. Hasta que lo hizo, cayó de costado con pesadez, y se observaba el oro blanco y dorado de la espada medio incrustada en el tórax del animal. La cota de Lessany estaba manchada de sangre espesa, su rostro medio pintado también, sus mejillas rojas por la agitación y sus ojos azules estupefactos miraban de forma intermitente a los hombres y al animal inmóvil en la nieve. Nadie podía creerlo. Ella sonrió, se puso en pie y extrajo el arma de las entrañas del animal.
KANDEM
Por vez primera en tres años, Kandem se admite a sí mismo sentir miedo, se refleja en su mirada. La nieve no deja de caer y entorpecer el panorama del Baluarte que abre las puertas y permite el paso a los patios a la comitiva expedicionaria hasta que llega frente a él.
—Lo siento, mi Señor —le dice Konnor al bajarse del caballo, su cabello rojizo como llamas imposibles de extinguir y sus facciones alargadas y puntiagudas compungidas por la pena. Las palabras lo llenan de una ira ciega, llevándolo a tomar a su hombre del cuello de la cota y la capa, casi estrangulándolo. Le grita, con los ojos vidriosos y duros.
—¡Te voy a matar! ¡A todos, empezando por ti, imbécil! ¡¿Cómo pudieron dejar que pasara esto?! —Su puño se estampa contra la mejilla del hombre al mando de los bélicos en la expedición, y uno de los dientes del pobre Konnor vuela en el aire.
—¡Kandem! —escucha a su espalda.
La ira se va, se eleva como el vaho de su aliento hacia el cielo al verla desmontar. Casi se deja caer de rodillas en la nieve al verla viva, bañada en sangre, pero viva. Se acerca a ella, sabiendo que lo mira con gran enojo pero no le importa. La toma de los laterales de su rostro y la observa de pies a cabeza con una mirada loca, preguntándose de dónde está herida.
—¡No me toques!—espeta ella en cambio, apartando sus manos que queman por el calor que emana su piel. Lo rodea y se acerca a Konnor, ayudándole a ponerse en pie.
—¿Qué pasó? —exige saber, abatido, confundido, la mirada más triste que nunca. Sus hombres igual.
—La, mi Jeño —responde Fassel con su voz gangosa, descubriendo en su montura el cuerpo de su hombre. Una mirada de dolor apareció por sus ojos de brea al verlo.
—Cazamos un venado y mientras lo cargábamos nos atacó —explica ella, dirigiéndose a su yegua y soltando las cuerdas que sostienen un bulto grande y pesado cubierto por un campo blanco manchado de sangre. Un lobo gris gigante con dos segmentos de pelaje más obscuro detrás de las orejas. Sus ojos no pueden creer que esté viendo a semejante criatura a sus pies y luego a ella, tan hermosa, con la sangre de la bestia como prueba de aquella anécdota. Parece un sueño, uno muy extraño.