Ángela abrió los ojos más tarde de lo que jamás los había abierto. Cuando advirtió que el reloj frente a ella anunciaba las dos de la tarde, la extraña idea de que debía ir a la universidad se instaló en su cerebro y brincó de la cama como un canguro.
Mala idea.
Considerando el estado en el que se encontraba, hacer eso le provocó un mareo tan intenso que se dejó caer una vez más en la cama, rebotando ligeramente sobre el colchón, mientras se agarraba la cabeza con ambas manos. Todo le daba vueltas como en aquellas películas de hippies psicodélicos en las que podía estar saliendo un unicornio volador de tu baño y sería perfectamente normal. Gracias a Dios no duró demasiado, y tras un par de minutos logró erguirse con éxito. Fue recién ahí cuando notó que seguía llevando el vestido de la noche pasada. Frunció el ceño, confundida, y casi gritó al ver el estado de su rostro frente al espejo del baño. Bolsas oscuras bajo los ojos, todo el maquillaje corrido, el cabello pegoteado y enmarañado; ni siquiera se había lavado los dientes.
Daba asco.
Así que, olvidándose de la supuesta universidad y de los unicornios voladores, antes de salir a comenzar su día decidió darse un largo, reconfortante e higienizante baño. La cabeza aún le martillaba y, de tanto en tanto, sentía náuseas. Maldición, ¿cuánto había tomado? Esa resaca era muy fuerte.
Dos horas más tarde, mientras acababa de almorzar, su celular vibró: era un mensaje de Nero. Traer a su guardaespaldas al frente de su conciencia vino acompañado por la fiesta de la noche pasada, y no fue hasta entonces que advirtió algo muy extraño: le resultaba muy difícil armar incluso una pequeña secuencia de memorias claras en su mente de la mayor parte de la velada. Algunas imágenes confusas se arremolinaban frente a sus ojos y luego desaparecían, como relámpagos en una tormenta.
Un espacio pequeño.
Paredes blancas.
Sangre.
Un escalofrío le recorrió la espina dorsal y sacudió la cabeza, relajando los hombros para distenderse. Sin hacerlo esperar, abrió el mensaje de WhatsApp.
«Cómo amaneció la bella dormilona? Y sí, digo dormilona porque al menos la Bella Durmiente tenía clase para dormir»
Ángela rodó los ojos. Lo había leído con su voz burlona y la tan enervante sonrisa ladeada reproduciéndose en su cabeza. A la velocidad de sus dedos entrenados, tipeó:
«Bien… o algo así. Oye, puedes venir? No sé muy bien lo que pasó anoche.»
Tardó varios minutos en contestar. Al final, escribió:
«Okey. Dame diez minutos»
No entendía por qué, pero Ángela tenía el presentimiento de que algo malo había pasado ayer, que por alguna razón lo había olvidado y que Nero lo sabía.
Tras doce minutos por reloj, Nero se encontraba sentado a la mesa del comedor frente a Ángela.
—Así que… —murmuró, dándole vueltas a la tarjeta-llave sobre la mesa—. ¿De qué me querías hablar?
—Nero, quería preguntarte sobre ayer —informó—. Tengo una especie de bache enorme en mi memoria y no recuerdo prácticamente nada. Sólo… Son como imágenes. Algo parecido a un baño. Recuerdo gritos, y… —Se estremeció—. Creo que había sangre. —Alzó la mirada, clavándola en sus ojos—. ¿Tú tienes idea qué fue lo pasó?
Ángela advirtió cómo la mandíbula de Nero se tensaba y desviaba la mirada, comprimiendo el puño que segundos antes había estado relajando jugueteando con la tarjeta.
—Mira —inició, volviéndose para verla y con una clara advertencia en sus ojos—, yo te lo diré; y no para traumarte, sino porque ayer fuiste una idiota y aunque no lo recuerdes tienes que aprender de tus errores, ¿está bien? Así que luego no me eches toda la bronca encima.
—De acuerdo —aceptó, sin pensarlo demasiado.
Nero suspiró y recargó ambos codos sobre la mesa.
—Ayer conociste a un chico. ¿Lo recuerdas?
—Sí. Se llamaba Jared.
—Muy bien. La haré corta, entonces: el tipo era un cabrón hijo de puta, que te drogó y luego te habría violado de no ser porque llegué a tiempo.
Los ojos de Ángela se abrieron como platos, al igual que sus labios. Una sensación amarga le revolvió el estómago y sintió la bilis ácida al fondo de la garganta.