Malleus Maleficarum |tomo I, la profecía|

CAPÍTULO I: UN CAMINO DE MUERTE

El día por fin llegaba a su fin, y las tinieblas comenzaban a tomar su lugar, abriéndose paso con brillantes y heladas estrellas en esta noche otoñal.
 

El viento soplaba fuertemente, las ramas de los árboles sacudiéndose con violencia, creando así un murmullo escalofriante mientras las hojas marrones caían, una detrás de otra, sobre el suelo endurecido. A pesar de que usaba ropas de cuero, cuyo interior estaba revestido con piel de oveja, el frío aun calaba profundo. Mi piel se sentía demasiado tensa y dolorida, como si hubiera un centenar de agujas hiriéndome sin tregua alguna, de pies a cabeza. Y cada vez que respiraba, mis pulmones se quejaban por el aire templado que inspiraba, mi corazón bombeando rápido para mantenerme caliente sin mucho éxito.
 

Escalofríos subían por mi columna de vez en cuando mientras apartaba de mi rostro la capucha de mi capa para apreciar por completo el anochecer.

Había algo infinitamente fascinante en contemplar el cielo. Era tan basto, tan infinito, que despertaba en mí la más honda intriga. ¿Qué hay más allá de aquellas nubes esponjosas que se disipaban para darle paso a la luna? ¿era allí a donde íbamos, nadando por la eternidad entre estrellas, al morir? ¿o solo era la fachada de exquisita hermosura de la prisión en la que los dioses nos encerraron para su propia y perversa diversión?

Pasando mis entumecidos dedos por mis ojos un tanto secos por el aire inclemente, observé desde lo alto del acantilado la extensión de esta tierra que pisaba, llena de vida, un mosaico de colores y aromas que me robaba el aliento y cautivaba mi corazón. Los rayos de luz del astro rey acariciaban el bosque, gentil y amoroso, casi como si estuviera disculpándose por irse y dejar que la oscuridad que llegaba con la noche profanara tan grandiosa belleza.

Y ese pensamiento me hizo salir de mi propia ensoñación para recordar el motivo por el cual estaba aquí de pie, vigilante y expectante.

Si bien me gustaba admirar las cosas encantadoras, desentrañar la magia que albergaba cada pequeña cosa, lo que me traía aquí en este día en especial era un tipo muy diferente de magia.

Algo más siniestro.

Algo más peligroso.

Fijé entonces mi atención en el poblado que había allí, ubicado cerca de los límites del bosque y junto al río, el cual lanzaba destellos de plata desde la distancia. A medida que el cielo se teñía de rojo con ligeros toques de violeta y rosa, la oscuridad asentándose cada vez más, vi con extraño deleite como, a través de cada ventana de cada casa construida, las luces eran encendidas.

Lentamente, un camino luminiscente fue apareciendo, convergiendo en la plaza central: el corazón de aquel asentamiento que no tenía nada de diminuto y en el que las gentes se preparaban para la gran y próxima celebración.

Hoy no solo era el inicio de una nueva estación del año, sino que también era el equinoccio de otoño.

Esta noche, los límites de este mundo con el otro se desdibujaban hasta el punto en que solo sería un delgado e inservible velo por el cual cualquier criatura viviente podría cruzar de un lado a otro. La tradición era que se preparaba un gran festín, música y baile, para recibir a los dioses que vendrían a este mundo frágil para otorgar bendiciones a las cosechas y a los devotos. Y en lo que a mí respecta, esa creencia no era más que una falacia; una ilusión creada por los humanos en un intento vano por entender cómo funcionaba esta existencia y obtener algo de felicidad en una vida llena de horrores.

Los únicos seres que cruzaban esa membrana del mundo eran los Keers. Criaturas temibles, hechas de humo y sombras, devoradoras de ilusiones y esperanzas, que disfrutaban con hacer pedazos a sus presas, sus almas, hasta que suplicaban la muerte. No era poco común encontrar guaridas de los Keers llenas de humanos moribundos, con extremidades arrancadas y sangrantes, agonizantes. Eran crueles y brutales, pues utilizaban su propio poder para mantener vivas a sus víctimas, induciéndolas en una pesadilla sinfín en donde veían como eran comidos, pedazo por pedazo, por bestias tan abominables que ni la más activa imaginación podría haber conjurado alguna vez.

Un estremecimiento sacudió mi cuerpo, haciendo que afianzara en mi mano enguantada el arco hecho de madera de cedro que yo misma tallé. Un mechón de cabello rojo como el vino azotó mi rostro al tiempo en que sentía mi propia magia retorcerse y deslizarse en mi interior como una serpiente, constriñendo mis órganos y quemando a fuego lento. Era doloroso y placentero a la vez sentir este tipo de poder morar dentro como otro ser. Era una compañía de la que no me podía deshacer, indeseada, porque así me entregara infinitas capacidades, también era una maldición.

Con ese mismo poder que me recorría, era que podía ver y oír todo lo que sucedía en el poblado estando aquí, de pie, sobre este abismo en el cielo. La magia ardió y chispeó, y me permitió divisar como las mujeres colgaban guirnaldas de flores por toda la plaza mientras otras acomodaban ollas enormes llenas de guisos de distintos tipos sobre las mesas; los hombres traían leños para terminar de edificar la hoguera dispuesta a los pies de la estatua de la diosa Diana, en su modo de doncella, en el centro; los niños corrían por entre los músicos que se posicionaban en sus lugares designados juntos con sus instrumentos...

Y me pregunté, ¿cómo es que era posible que olvidaran lo que los rodea, que creyeran que Diana los protegerá, al ofrecerle sacrificios y ritos tontos, de los Keers cuando no lo ha hecho en milenios?

Pero, sobre todo, ¿cómo era posible que yo deseara en el fondo ser como ellos, ignorante, de memoria selectiva, ciega por una fe sin fundamento?

Yo, una bruja, una de las hijas renegadas de la diosa Diana, quería ser humana.

¿Por qué? ¿cuál era el trasfondo de tal deseo irracional?

Sabía que al anhelar ser humana escupía sobre las tumbas de mis ancestros, pues amaba a aquellos que me despreciaban, pero no podía evitarlo.




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