(Renata)
El mundo estaba afuera. Por el sonido diría qua se desmoronaba sobre el tejado. El frío me obligaba a usar agua caliente en el baño, tratando de calentar mi cuerpo con el fluir de las cálidas gotas. La sensación resultaba agradable, más que eso, permitía imaginar que lo que recorría mi piel era otro tacto, uno que se calentara tanto al tocarme como yo al recibir su roce.
A través de la claraboya podían filtrarse hilos de humedad por las paredes. Se deslizaban lento y en distintas direcciones, al azar.
Mis ojos se mantenían cerrados, mi cabeza en alto y mis brazos descansando inmóviles a los lados del cuerpo. Intentaba no respirar, hacerlo en pausa para no interrumpir la paz de aquella pequeña y mojada habitación de baño. Dejando al agua caer con libertad hacia los recónditos lugares de mi anatomía.
Un recuerdo emergió de mi silencio. La lluvia, como no, protagonista irremplazable de cada tortura a mi corazón. La memoria presente era, sin embargo, una de esas que aparecen poco y afectan demasiado.
Me vi corriendo junto a Tomás, escapando ambos de la lluvia. Un frondoso árbol nos prestó cobijo y nos quedamos allí recuperando el aliento y escurriendo los filos de nuestras vestimentas. El parque estaba casi vacío en esa hora de la tarde, justo al crepúsculo. Nuestros padres conversaban de algo lo bastante importante como para olvidarnos y dejarnos a merced de la naturaleza. Sonreíamos, libres y protegidos uno por el otro. Tuve frío cuando una ráfaga cruzó por el camino, sacudiendo la copa del árbol. Entonces Tomás se acercó para abrazarme, tan cerca como nunca antes, como nunca después.
Cerré la llave y el agua dejó de caer. De inmediato sentí la presión del ambiente frío sobre mi cuerpo tibio. Me sequé en forma rápida, colgando la toalla de vuelta y envolviéndome en mi bata rosa de baño luego de ajustarme la ropa interior. En mi casa siempre fui la de mayor suerte, puesto que el baño quedaba a menos de cinco metros de mi habitación, puerta con puerta.
Me miré brevemente en el espejo del lavabo. El cabello caía hasta diez centímetros bajo mi cintura cuando sus ondas desaparecían. El ébano de su color me hacía parecer más pálida de lo que era en realidad. Casi como un fantasma, talvez por la expresión.
El corredor estaba en penumbras. Las luces no habían sido encendidas aún y los colores del atardecer se transfiguraban a prisa en los albores de la noche.
- Un día menos – dije, abriendo la puerta de mi cuarto.
La ventana estaba abierta. No recordaba dejarla así. La brisa entraba a bocanadas furiosas y llenaba mi espacio con su detestable desolación.
Iba a cerrarla cuando un ruido me detuvo en seco, haciéndome voltear hacia el fondo de la habitación.
¿Solomon? – pensé. Mi gato podía ser una verdadera molestia a veces, pero dudaba que se tratase de él.
Retrocedí para encender una lámpara, con gotas de sudor frío deslizándose por mi frente. No había nada a la vista, en la semipenumbra que ambienté. Mis ojos descendieron cuando el balón de fútbol vino a dar a mis pies, y sólo entonces vi a Tomás tendido boca abajo sobre la alfombra, al lado izquierdo de mi cama. Parecía inconciente.
Grité. Él se movió lo suficiente como para levantar la vista y dirigirme un gesto de temor. En el pasillo se escucharon pasos, varios pasos. Toda mi familia atendía a mi llamado de emergencia.
- Hija, ¡abre! ¿Qué sucede?
La voz sonó desesperada, casi tanto como la mía al pronunciar la alarma. No sé por qué hasta mis oídos llegó el sonido inconfundible de la recarga en la escopeta de papá. Ese aparato es tan desmesuradamente antiguo que no estoy segura si funciona, pero él siempre ha querido probarlo en alguna cabeza intrusa.
- ¿¡Por qué gritaste!?
Temí, por la verdad, por las posibles mentiras. ¿Qué se supone que debía hacer?
Mis cuerdas vocales se habían paralizado. Afuera los gritos de mi familia y adentro el impertérrito silencio de la eternidad. Tomás me miraba de forma inexpresiva, lacerando mi pecho con su espera a mi decisión. ¿Acaso aquello estaba en mis manos? Maldito poder que no estoy lista para controlar.
Junté las manos en dirección a los lentos latidos de mi corazón, cerrando los ojos a la vez. La lluvia entraba por la ventana, mojando la alfombra a un metro alrededor. Eso me tranquilizó. El sonido monótono desprendido de tal contacto me sirvió de paso hacia la realidad.
- E-estoy bien – mentí entonces. No sonó muy convincente.