(Renata)
Eran fines del mes de septiembre. Los días y las tardes -desde aquella agitada mañana del lunes- aparentaban esfumarse rápidamente, sin dejarse sentir. Las clases avanzaban con normalidad, sin más sobresaltos que las tres horas semanales en que literatura se volvía un dolor de cabeza para mis compañeros. Entonces los gritos resonaban por el salón, pero duraban siempre demasiado poco para mi gusto. Quedaba en su lugar luego del dictamen de la profesora sólo un rastro de silencio y tensión.
Me preguntaba qué pretendía con su actitud y hasta cuándo duraría. Sus ojos negros se fijaban en mí y en otros pocos estudiantes cuando atravesaba la puerta, pero todavía no llamaba a ninguno de nosotros. Llevábamos cuatro semanas sin nada más que entrevistas en solitario, clases video grabadas, análisis de libros y largas tareas que la profesora dejaba escritas en el pizarrón durante el recreo. Era alguna especie de espera, una preparación.
Y los días transcurrían mudos como el tiempo que se iba con ellos.
La hora libre de esas largas semanas decidí sufrirla en la biblioteca. Al menos dentro el silencio cobraba su sentido práctico. Las altas columnas de libros que vi la primera vez se fueron achicando con el pasar de mis visitas, parecían ya menos atemorizantes e infinitas. Leía de cualquier tema durante ese tiempo, lo que mi mano alcanzara al estirarse mientras me acercaba al mismo lugar esquinero junto al amplio ventanal en el fondo de la sala. La bibliotecaria –una mujer de mediana edad- me miraba inexpresiva desde su escritorio, sin hablar, sin sonreír, apenas respirando. El silencio era inconmensurable.
Historia, mitología, política, lógica, física, genética, moral, filosofía, psicología, más temas y más ciencias que fueron ampliando mi concepción de la realidad. Sin embargo nada captó mi interés como cuando divisé el antiguo libro aquel, oculto tras gruesos tomos de una enciclopedia de biología en un estante polvoriento y olvidado. El título en letras negras decía: “Secretos desde el bosque de la luz”. La presentación era bastante austera, el nombre ambiguo, pero algo me atrajo en él. Lo tomé y al abrirlo por la mitad apareció una polilla blanca que se elevó con lentitud y escapó por la rendija de una ventana más pequeña.
El texto reunía relatos ficticios y testimonios sobre experiencias con el más allá. Había teorías extrañas sobre el por qué y el cómo se daban las conjunciones entre vivos y muertos. Se hablaba tanto de espíritus malignos como de guardianes, sin emplear los términos ángel-demonio que se aseguraba tenían concepciones diferentes. El autor, de manera sutil, sugería la existencia de canales comunicativos; especies de portales que desprendían energía percibida solamente por individuos de especial sensibilidad.
Detuve mi lectura. Todo ello me confundía las ideas. Me aferraba a la lógica con el hilo de fuerza que me sobrevivía y el libro no me ayudaba a resistir. Sentí miedo y fascinación por la cantidad de detalles y cosas semejantes allí y en mis vivencias. No quería admitir que algo sobrenatural podría ser causa de ello.
Cambié de libro, aunque por varias jornadas tuve sus frases atrapadas en la mente. Opté por la poesía y las novelas románticas. Cuando me aburría daba un vistazo a la calle, donde el mundo me recordaba lo distinto que era vivir para los demás. El grueso vidrio filtraba los ruidos haciéndolos inaudibles, pero mi imaginación casi lograba recrearlos.
Con mi nueva rutina sentía que esa hora se prolongaba más que el resto del día.
El viento continuaba soplando, especialmente en las noches, convirtiendo los acostumbrados murmullos de estas horas en sonidos poderosos e inquietantes. Si conseguía cerrar los ojos era por lo exhausta que llegaba a la cama cada fin de la jornada. Dormir se volvió un sinónimo de morir y la idea de esto último comenzó a serme tentadora. Había leído demasiado al respecto. Desde que Vanessa retomó las riendas del equipo no hacía más que presionarnos, aumentando el trabajo en los entrenamientos al doble o triple.
El frío de la época resultaba placentero en los domingos, al atardecer cuando cada responsabilidad se había cumplido y el descanso se merecía. Era mi lapso para soñar, para atrapar en mi pecho el oxígeno que la siguiente semana exigía que reserve.
Así pasaba la vida, de largo como todos esos años que juzgaba distantes. A pesar de ello no había desistido de mis planes. Con sigilo, cuidadosamente, traté de buscar alguna oportunidad para acercarme de nuevo a las escaleras prohibidas. Temía que Moonray apareciera en el momento preciso y me impidiera subir. Calculaba mis pasos con una certeza abrumadora, como si viera el futuro o me vigilase permanentemente. Lo detestaba por eso. Deseaba saber de su vida la mitad de lo que sabía de la mía, tener algo a mi favor para tomar el control. Frente a él me volvía frágil, rodeada de su misterio y de la influencia que lograba ejercer sobre mi voluntad. Para colmar los males, el rector mandó redoblar la guardia a la zona de la terraza luego de que Alexis fuera descubierta forzando el candado con una sierra.