(Renata)
El espejo me devolvía una imagen desde las sombras. Era mía y no lo era. Era una parte de mí que el tiempo y la vida habían robado, que de pronto el destino me devolvía por algún inexplicable motivo. No dependía de la tintura del cabello, ni tampoco del paraguas plateado abierto sobre mi cabeza. Algo se despertaba dentro, rasgando furiosamente entre mi soledad y mis sueños frustrados. El espacio se volvía grande, se llenaba con una energía, con una esperanza que no acababa de sentir familiar. Hacía tanto desde mi tenencia final que incluso dudaba en que fuera yo la dueña de esa sensación. Era un traje que no me cabía, que forzosamente llevaba puesto ahora.
Cerré el paraguas y lo arrojé a su rincón oscuro, junto al pasado.
El cabello a tono rojo, en su descenso por mi espalda desprendía brillos naranjas, como el atardecer cortando la claridad del día. Mi tez lucía algo más bronceada a su lado, más saludable, aunque no más feliz. Y la figura en el espejo me preguntaba el por qué de mi impulso. Damian reclamaría también por la razón, y no la tengo.
Celos, necesidad de llamar la atención, un desafío, o la desesperada luz que se enciende con un último fósforo para buscar la salida del túnel. Podía ser todo eso, o nada. Seguro algún motivo que estaría siempre fuera de mi comprensión.
Quizá el sádico deseo de herir a los que amo.
De mi mente surgía una y otra vez la mirada atónita de Cristina al descubrirme. Sus ojos intentaron en vano disimular la confusión, la melancolía. Era evidente que aún le duele recordar. La herida no ha sanado, siendo del tipo que no lo hacen jamás. Incluso es un tributo al antiguo amor volviéndose odio. Ese odio que vi en su mirada hace tiempo y que vive en ella permanentemente desde entonces.
Él es la causa. Él, que ya no tiene nombre. También tengo algunas memorias suyas, sin embargo, de esa sonrisa gentil y de esos cabellos rojizos ondeando ante la brisa cálida de la primavera. Es imposible olvidar y yo la vi, vi a Cristina e intenté en silencio pedirle perdón por parecerme a él.
Nada es lo que parece. El amor no existe. La confianza es un espejismo. La felicidad dura una décima parte que el sufrimiento. ¿Qué fué? Aún me pregunto qué fue lo que le enseñó su partida, su abandono. Mi hermana jamás volvió a ser la misma chica sonriente y positiva, y ese gracioso hecho de que él y yo éramos similares pasó a ser una burla del destino.
“Sigue siendo así” – me dijeron sus ojos oscuros -. “Sigues pareciéndote a él, tal como Marlene desde que nació”.
- Te queda bien ese color – dijo, sonriéndome forzosamente.
Me mientes.
- Cambia esa cara, que la tristeza no te queda bien – aumentó en paz mientras cruzaba el pasillo hacia la habitación de su hija -. Ahora tienes la obligación de sonreír sin obligación. Ya eres libre para eso.
Asentí con respeto, dando sin palabras las gracias por obtener su perdón. Me pregunto si lo sabe, si lo supo alguna vez. Me pregunto si tenía idea de cuánto significaba y significa su opinión para mí. Mi hermana, mi amiga, mi rival, mi ejemplo, mi cárcel, el ancla de mis emociones así como el motivo único y verdadero por lo que soy lo que soy.
Acababa de liberarme, y sentí que con ello una parte de él se había marchado también, liberándola a ella.
El espejo era un mudo testigo de mis recuerdos, aunque a través de su imagen las palabras no fueran necesarias. Me decía ahora que entre todas las caras sorprendidas ante mí, era mi propia expresión quien lo asustaba. Yo, esa mezcla de la niña inocente, la bestia impulsiva y la mujer con ambiciones. Una serpiente como la que colgaba enroscada de la cadena en mi cuello.
Me tumbé sobre la cama, dejando que los cabellos rojos me cubrieran la faz. La brisa suave que entraba por la ventana hacía volar unos cuantos, que mi mano regresaba de vuelta a su lugar.
¿Dicen que ahora soy yo? Pero, ¿quién soy yo? ¿Acaso alguien lo sabe? ¿Acaso soy algo que siempre debe ser lo mismo? No tengo derecho a cambiar. ¿Qué clase de libertad es esa? Fui prisionera de los demás y ahora lo soy del espejo, de lo que me dice sin hablar.
Que alguien me diga lo que soy, lo que debo ser. Que alguien me liberé nuevamente, nuevamente de mí.
El rostro de Tomás era otro que llevaba grabado en la mente. Su semblante serio y ese resplandor en sus pupilas que me fue imposible de entender, tal como su mano deslizándose por un mechón de mi flequillo.