Andábamos más perdidos que antes de ir a ver a Salva. ¿Nos habría mentido por alguna razón? Quizás no. Puede que desconociera la verdad y tan solo tratase de bajar de las nubes a un par de críos con muchísima imaginación, eso sí, de buena fe.
Si, como él decía, nuestro abuelo hubiera muerto a causa de un accidente y si Fermín no hubiera sido atacado por nadie en la cueva, ¿qué nos quedaba?
Humo, como él bien había dicho.
Pero un humo muy espeso.
Regresamos a casa a tiempo para asistir a misa con mi tío en la pequeña capilla.
Me arrodillé frente al altar presidido por una imagen de Jesucristo, Nuestro Señor y recé con verdadera convicción rogándole que nunca me faltase la mirada de Mariana. Que nuestro amor durase todo el tiempo del mundo y que cuando fuésemos unos ancianitos pudiéramos partir los dos agarrados de la mano. Juntos hasta el final.
Miré a mi prima que oraba con los ojos cerrados y la imaginé como el ángel que yo veía en ella. La luz que entraba por una vidriera policromada frente a nosotros creaba un arco iris de colores sobre su rostro. Lanzas de luz coloreada que danzaban sobre su pálida piel. La penumbra nos envolvía en un instante mágico de eterna calma.
Tomé su mano entre las mías y encontré sus ojos, tan oscuros como la noche, iluminando mi alma. Sonrió. Una sonrisa enigmática que a veces me confundía sin llegar a descubrir la razón. Una sonrisa fugaz, pero de una intensidad tal, que me sobrecogió, erizando mi vello.
Durante ese instante, fue mía. Su mirada era mía, su sonrisa también era mía y su alma rozaba mi alma con un suave aleteo.
La amaba con locura.
Sentí las lágrimas resbalar por mis mejillas sin poder contenerlas y susurré, muy bajito un: Gracias, Dios mío.
¿Habéis tenido la sensación alguna vez, de estar fuera de vuestros cuerpos? Eso era exactamente lo que me ocurría a mí en ese momento. Me creía ingrávido, sin sustancia, etéreo. Flotaba en una nube de luz dorada junto a mi cuerpo que aún seguía arrodillado en esa pequeña capilla. Contemplándolo todo desde las alturas.
Vi a mi tío rezar con los ojos cerrados y las manos unidas. A su lado, Fermín, murmuraba algo muy bajito. No logré entender lo que decía, pero vi como sus labios musitaban lo que quizás fuese una plegaria. ¿Rezaría por su abuelo? ¿Por él mismo?
Detrás de nosotros, junto a la entrada, Matías mantenía la vista clavada en la imagen de Cristo, orando también y junto a él, Lorenzo, otro de los criados de mi tío.
Regresé a mi cuerpo con una extraña sensación de vértigo. Al abrir los ojos, vi la mirada de Mariana fija en mí. Seguramente preguntándose que me sucedía.
Moví la cabeza lentamente dándole a entender que no me sucedía nada y cerré los ojos para evitar el mareo que se adueñaba de mí.
Al terminar de rezar, todos se pusieron en pie. Yo traté de levantarme, pero las piernas me fallaron y sentí que caería al suelo.
Mariana logró sostenerme antes de que cayese, muy asustada al ver como yo trataba de mantenerme en pie sin lograrlo.
—¿Qué te ocurre, Álvaro? —Me preguntó y los demás se dieron cuenta en ese momento de que algo sucedía.
No supe que decir. Parecía como si una parte de mí no hubiera vuelto de ese viaje que acababa de realizar fuera de mi cuerpo. Como si mis piernas hubieran decidido descansar sin mi permiso.
—Estoy bien —musité. Pero no lo estaba. No conseguía sostenerme en pie y vi la alarma en el rostro de cuantos me rodeaban.
Fue mi tío el que me tomó en brazos y me subió a mi habitación, dejándome sobre mi cama.
—Voy a avisar al médico del pueblo, Álvaro —me dijo saliendo de la habitación.
Mariana junto a mí, lloraba en silencio.
—Estoy bien, de verdad —le dije, tratando de tranquilizarla. Intenté mover los dedos de los pies para demostrárselo, pero me fue imposible hacerlo. De cintura para abajo no sentía nada de nada.
Salva fue el médico que acudió a verme. Lo primero que hizo fue hacer salir a todo el mundo y cerrar la puerta tras él.
—¿Qué es lo que te ocurre, Álvaro? —Me preguntó al verme inmovilizado sobre la cama.
—No puedo moverme —le dije.
Él procedió a descalzarme y presionó con fuerza la planta de mi pie.
—¿Sientes algo?
—No —contesté. No sentía nada en absoluto.
Me desnudó dejándome tan solo con la ropa interior y flexionó mis piernas en unas posturas que me hubieran hecho gritar de dolor si hubiera sentido algo, que no era el caso.
Al colocarme boca abajo sobre la cama, pinzó levemente mi espalda, desde la nuca, donde si lo sentí, hasta el final de mi espalda, donde ya no sentía nada.
—¿Te has dado algún golpe, Álvaro? ¿Alguna caída?
—No —contesté.
—¿Has tenido dolores de cabeza estos últimos días? ¿Fiebre, quizás?
Que yo recordara me encontraba bien y así se lo dije.
—No parece una lesión en la médula —murmuró para él, bastante preocupado por lo que me pareció observar —. Voy a llevarte al hospital, Álvaro. Deben hacerte algunas pruebas para diagnosticar que es lo que te sucede.
Asentí.
—Le pediré a tu tío que nos lleve en su automóvil, así tardaremos menos y no tendremos que esperar a que la ambulancia venga a recogerte.
Me dejó solo durante un rato y Mariana aprovechó para entrar a verme. Tenía los ojos enrojecidos de llorar. Al verme, inmóvil y sin apenas ropa, sobre la cama, me cubrió con la sabana.
—Me pondré bien, Mariana. No te preocupes —le dije.
—Me ha dicho Salva que va a llevarte al hospital. El más cercano está en Gijón.
—¿En Gijón?
—Sí. Iré contigo. Se lo pediré a mi padre —me dijo.
—Me gustará que vengas conmigo.
Mi tío entró en ese momento y me tomó en brazos.
—Mariana, coge la ropa de Álvaro y traela al coche.
—Yo quiero ir con Álvaro —dijo mi prima.
—Está bien —dijo mi tío tras pensarlo un instante —. Te sentarás junto a Álvaro en la parte trasera y cuidarás que esté bien, ¿de acuerdo?
Su rostro se transformó en ese momento, dejando a un lado las preocupaciones para asumir la tarea que le encomendaron.
—Sí, papá.
Una vez dentro del vehículo, con mi prima a mi lado, pendiente de mí; con Salva en el asiento del copiloto y mi tío al volante, partimos hacia el hospital.
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Editado: 12.07.2018