Madrid. 1985
Jorge Andrade siguió pasando las hojas del diario, desesperado al comprobar que no había nada más escrito.
Llevaba doce horas leyendo ininterrumpidamente ese diario que le había atrapado con las vivencias de esos niños y a los que parecía conocer de toda la vida.
Álvaro, ese muchacho que quería ser escritor. Inocente y muy tenaz y sobre todo, Mariana, esa niña que le había cautivado desde el principio y que su hubiera conocido en su infancia hubiera transformado de forma drástica su manera de pensar en la actualidad.
Se había encariñado con ellos de tal forma que le fue imposible dejar de leer y ahora...
Ahora el diario aparecía inconcluso.
¿Qué habría ocurrido con Álvaro y Fermín? ¿Habría muerto Mariana en ese río subterráneo tal y como Fermín explicó?
Necesitaba saberlo. No era capaz de pensar en otra cosa que no fuera averiguar el final de tan apasionante historia, pero ¿cómo averiguarlo?
Salió desesperado de su casa y fue directamente a casa de su amigo el librero. A pesar de que los lunes, Pedro no solía trabajar y la tienda permanecía cerrada al público, sabía que su amigo vivía en un pequeño apartamento justo encima de la librería y pulsó el timbre con fuerza.
—Si no es algo importante, ya estas largándote —gruñó la voz de Pedro Arranz por el telefonillo de la calle.
—Soy yo, Jorge. Tengo que hablar de inmediato contigo.
Pedro intuyó inquietud en la voz del escritor y abrió la puerta, bajando a recibirle.
—¿Qué ocurre, Andrade? Pasa, hombre...
Jorge siguió al librero escaleras arriba hasta su domicilió.
—¿Quieres un café? —Le preguntó mirando su reloj, no eran más que las siete y media de la mañana—. Es demasiado temprano para tomar algo más fuerte. Siéntate donde quieras.
—Un café estará bien, gracias.
Pedro fue hasta la cocina y volvió casi de inmediato con dos tazas de humeante café.
—Perdoname —dijo, Jorge —. Sé que no son horas...
—No te preocupes, los lunes descanso, pero estoy habituado a madrugar. ¿Azúcar?
—Sí, dos cucharadas, por favor.
—¿Qué es eso tan importante que tienes que contarme?
—Es sobre el diario que encontré ayer, no está completo...
—Te has enganchado con él, ¿verdad?
—No lo sabes tú bien. He estado leyendo durante doce horas sin poder dejarlo, ni siquiera cené y apenas he dormido.
—No sé porqué puede estar incompleto, ni siquiera debería estar entre los libros de esa biblioteca.
—Tienes la dirección de los antiguos dueños, ¿verdad?
—Sí, debo de tenerla en la librería...Ahora, cuéntame. ¿Es posible que hayas encontrado una idea en ese diario, después de todo?
—Una idea magnifica, claro que lo consideraría un plagio si lo utilizara. El niño que escribió ese diario tal vez llegó a ser escritor tal y como era su sueño. Se llamaba o aún se llama Álvaro Herraez.
—No me consta ningún escritor con ese nombre.
—No, ni a mí —reconoció, Jorge —. Era el sobrino de Sergio Herraez, el pintor y también dueño de esa biblioteca que tú has comprado.
—Ahora que lo dices, me suena ese nombre: Álvaro Herraez. Creo que él fue quien puso la biblioteca en venta. Tendría que mirarlo. Acompáñame. Buscaré esos papeles.
Bajaron a la librería a través de una estrecha escalera de caracol que la comunicaba con la vivienda. Pedro rebuscó en uno de los cajones y al cabo de un rato encontró lo que buscaba.
—Aquí lo tengo. Álvaro Herraez. La dirección es calle ermita de la fuente, 35. Oviedo.
—¿Vive en Oviedo?
—Eso parece... Me pareció un joven muy agradable, podría hablar con él. Debo tener su teléfono.
—¿Qué edad tendría, más o menos?
—Unos cuarenta años, largos. Yo diría que más cerca de los cincuenta que de los cuarenta.
—No puede ser el mismo Álvaro que escribió ese diario. Él debe tener ochenta y dos años en la actualidad...Podría ser hijo suyo.
—Eso tampoco lo sabes —dijo el librero.
—Apúntame ese teléfono. Me pondré en contacto con él.
—¿Y qué vas a decirle...?
—Le diré que encontré el diario de su padre o de un familiar suyo con su mismo nombre y le pediré que por favor me expliqué que sucedió. No creo que pueda volver a pensar en otra cosa hasta que lo averigüe.
—¡Pues sí que te ha dado fuerte!
—Es más que eso, amigo mío. Es como si fueran mi propia familia. Necesito saber qué sucedió al final o creo que me volveré loco.
—Eso es un poco difícil, Jorge. Tú ya estás loco —señaló el librero con una sonrisa.
—Eso ya lo sé, Pedro —reconoció el escritor sonriendo a su vez.
◇◇◇
Jorge se puso en contacto con el heredero del famoso pintor, Sergio Herraez.
—Perdóneme, ¿quién ha dicho que es usted?
—Mi nombre es Jorge Andrade. Soy periodista y trababa de buscar información sobre Álvaro Herraez, el escritor.
—Creo que se refiere usted a mi padre —dijo el otro a través del teléfono —. Pero el nunca firmó sus libros con su propio nombre. Hay muy pocas personas que lo asocien con el escritor. Siempre le gusto mantener su privacidad por eso buscó un pseudónimo con el que firmar sus libros. Se hizo llamar Arturo C. Deloy.
—Eso tiene sentido —dijo Jorge, adivinando la intención del escritor —. El creador de Sherlock Holmes siempre fue uno de sus escritores favoritos. Deloy es un anagrama de Doyle, ¿verdad?
—¿Cómo sabe usted eso? ¿Conoció a mi padre?
—No, nunca le he visto en persona. Pero sí creo conocerle.
—No entiendo a qué se refiere. Si tuviera la amabilidad de explicarse.
—Se lo contaré todo —dijo, Jorge —, pero no por teléfono. Mañana al mediodía podría estar en Oviedo. ¿Podría usted atenderme? Prometo explicárselo todo.
—Sí, podría ser...Estoy bastante intrigado.
—Entonces nos veremos mañana. Conozco su dirección e iré a verle a su casa. Le aseguro que se sorprenderá... Por cierto, ¿su padre sigue con vida?
—Por supuesto...
—¿De verdad? ¡No sabe cuanto me alegro de oírlo! Hasta mañana entonces.
Álvaro aún vivía. Era la mejor noticia que había escuchado nunca, pensó, Jorge. Quizás, con un poco de suerte, incluso pudiera conocerle.
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Editado: 12.07.2018