Mariana De La Noche

Capítulo 8.

MARIANA DE LA NOCHE.

Capítulo 8.

 


Anoche pensé que no saldría bien librado de la situación tan incómoda con Bárbara. Cómo decirle que no sin que ella lo viera como un rechazo. Menos mal me salvó Ricardo que tocó la puerta, quería ver cómo estaba Bárbara. Antes que él entrara la pude  alejar de mí. Respiré aliviado, bajé con Ricardo a la sala y pude ver la expresión de molestia de Bárbara por la interrupción.


Me invitaron a comer y no pude negarme, Bárbara seguía actuando tan tranquila y eso me parecía un poco extraño, esa calma me producía miedo. Hablaron de la cita que tenía con el psicólogo, era un conocido de Ricardo. Ella se negaba a ir, hasta que yo le dije  que la acompañaba y ella aceptó.


Tenía la cita a las 10:00 AM, quedé de pasar por ella y recogerla para irnos juntos. Solo esperaba salir de todo eso lo más rápido posible, me di una ducha rápida, elegí un pantalón gris, camiseta blanca y un abrigo oscuro. Antes de ir a casa de Bárbara pasé a visitar a alguien muy importante para mí. Dejé mi auto, miré todo el lugar, respiré profundo varias veces antes de cruzar la reja.

 

Ahí en ese lugar todo era silencio y por más soleado que estuviera, el frío siempre estaba presente. Caminé despacio con unas rosas rojas en mis manos haciendo un esfuerzo para no llorar. En el fondo en una pequeña casita estaba su lápida tan impecable y llena de flores, así lo ordenó mi madre. Retiré algunas flores secas y puse las que yo traía. Con la yema de los dedos toqué las letras que estaban grabadas en la placa, su nombre completo, fecha de nacimiento y la fecha en la que se fue de este mundo, acompañado de un pequeño letrero:

«Dejaste un vacio en nuestras vidas, pero tu sonrisa estará grabada en nuestros corazones eternamente»  


Una sonrisa acompañada de un par de lágrimas se hicieron presentes, es que recordé algo que ella decía mucho sobre esos temas. Un amigo cercano de la familia había fallecido y yo le dije que debíamos ir al velorio.


Flashback…


—¡Me da una flojera!

Hizo un gesto de puchero.

»Yo amo reír, a esos lugares solo va gente a llorar, son momentos muy tristes, además no me gustan los velorios.

—Yo sé que lo tuyo es estar sonriendo, pero por consideración debemos ir —pasé mi brazo por encima de su hombro—, ¿Por qué no te gustan los velorios? ¿Te da miedo?

—Sí, me da un poco de miedo.

Sonreí.

—Yo te cuido.

—Eso lo sé tontito, tú siempre me cuidarás —pellizcó mis mejillas—; ¡Matías! No me gustan los velorios, tanto así que cuando yo muera no iré al mío, que pereza verlos ahí chillar por mí.


Soltó una carcajada y yo solo fruncí el ceño.

—¡No me parece chistoso!


—Si yo muero antes no vayas a dejarme tan sola allá en ese lugar, el silencio, el frío, todos tan callados, tú debes ir a visitarme, ok. Sabes que lo mío es hablar y hablar.


Soltó otra carcajada.


Fin del flashback.


—Aquí estoy hermanita, como me hiciste prometer ese día molestando que no te dejara sola tanto tiempo, no todas las promesas te las pude cumplir, te fallé…

Mi voz se quebró como un castillo de naipes, ahora todo era borroso porque mis lágrimas no me dejaban ver nada con claridad.


»No pude cuidarte, no pude hacerlo, eso me duele en el alma, eres mi niña y yo no pude hacer nada, tú decías que yo te cuidaba siempre, pero ese día te fallé, no estuve ahí para ti y eso me mata.


Dejé que mis lágrimas limpiaran el dolor de mi alma, dicen que llorar sirve para retomar fuerzas y seguir. Me quedé una hora hablándole a esa  tumba, que diferencia,  ahora yo soy el que habla y ella escucha, cuando antes ella no podía permanecer en silencio por más de cinco minutos.

—Antes de irme quiero pedirte que me eches la manito, ayúdame a salir bien librado de esta situación con Bárbara, te amo hermanita, pronto volveré.  


Miré la tumba una última vez antes de salir, limpié mis lágrimas y traté de sonreír, eso es lo que a ella le hubiese gustado. Siempre que ella tocaba ese tema, decía que ella no se pensaba morir joven, que cuando tuviera unos ochenta o noventa y cuando eso pasara quería que la recordáramos con una sonrisa. Me decía, si te pones a llorar vengo a halarte los pies, no imaginan las veces que lloré al menos para saber si podía sentirla así, pero no, nada pasó.


Me subí al coche y pasé por casa de Bárbara para irnos a la cita. Me saludó con un beso fugaz en la boca que yo no correspondí, solo sonreí como un completo idiota, porque no sabía que más decir. Le dije que estaba hermosa, ella agradeció y salimos al consultorio.


Estábamos esperando que fuera su turno, la veía impaciente, jugó con su bolsa, sus uñas o sus dedos, no dejó de mover los pies, estaba ansiosa, la  conocía perfectamente.

—¿Estás bien? —inquirí.

—Sí-sí, no pasa nada —se levantó—, sabes, esto es una perdida de tiempo, deberíamos irnos.

La tomé del brazo impidiéndolo.

—Ya estamos aquí, nada perdemos, ¿no crees?


Asintió no muy conforme, se sentó junto a mí siguió moviendo los pies y  las manos, parecía que tuviera ganas de hacer pipi y justo en ese momento se abrió la puerta. Salió un doctor de unos 40 años, revisó unos documentos que tenía en la mano y la llamó por su nombre. Ella se levantó y caminó hasta él, él se quedó mirándome.


—¿Usted es?

Antes que yo pudiera responder, ella lo hizo por mí.

—Mi novio.

Solo respiré profundo y el doctor se quedó mirándome.

—Usted también puede pasar, si así lo desea.

—No —refutó Bárbara.

—Me parece bien.


Me levanté y entré con ellos, a mí sí me interesaba  mucho lo que el psicólogo tenía  que decirle, para  poder aclarar mis dudas y salir de ese problema.


—Mi nombre es Gabriel Toro, aquí tengo tu expediente, ¿Bárbara?

Ella asintió.



#7175 en Thriller
#3988 en Misterio

En el texto hay: dolor, desepcion, tristesa

Editado: 04.04.2023

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.