«Los lunes en la mañana, siempre madrugando», era la frase de la familia. Así lo hizo ella sonriente. Sus primas la veían sospechosa, mientras desayunaban. Sentía que todas querían preguntarle: «¿Qué demonios te pasa?» Esa misma frase. Una simple pregunta no era suficiente. El cuestionamiento que se merecía era con una maldición: «¿Qué demonios la estaba pasando?». Pero era prohibido maldecir en el desayuno frente a la abuela; de hecho, era prohibido hacerlo en la casa.
Se despidieron de la abuela besándola tiernamente. Y salió con seis de sus primas hacia el colegio, todas con la misma vestimenta: su conjunto blanco similar a una túnica, “Áo dài”, lo llamaban; sus sombreros en mano “Non lá”, y sus bolsos.
No se veía sol, solo las nubes que embellecían el ambiente, según Linh; mientras sus primas maldecían la próxima lluvia que se avecinaba.
—Yo iba a dejar mi sombrero —dijo Nhung, la prima gorda; la única persona gorda de la familia—. Pero la abuela insistió, me obligó. Ya saben, ella ordena, y debemos hacerle caso.
—Últimamente las órdenes de la abuela han sido muy misteriosas —dijo Minh, la más mayor. Ya era adulta, y era profesora en el colegio—, por no decir ridículas. La abuela solo debería descansar.
—¿Quieres tomar el mando de la casa? —preguntó Mila, otra prima, de la misma edad que Linh.
—Me refiero a que ya todas debemos ser más responsables —dijo Minh, seria—. Levantarnos antes que la abuela, esperarla ya en la sala con su desayuno.
—Totalmente imposible —dijo la prima gorda—. Para ella el desayuno es un ritual, y siempre levanta temprano. No sé a qué hora se levantará. Una vez me levanté a las cuatro de la madrugada; y ella estaba en la sala, tejiendo. Hasta pienso que quizás ella…
—¿Que quizás no duerme? —preguntó otra prima.
—Bueno sí.
—Eso es cierto —confirmó Linh—. La abuela no ha estado durmiendo de noche, desde que murió mi padre.
—¿Cómo lo sabes? —preguntaron todas las primas a la vez.
—Porque yo tampoco he estado durmiendo —dijo Linh.
—Lo sentimos mucho… —bombardearon las expresiones de cariño, recordando la enorme tristeza que significó la pérdida.
—Pero ayer pude dormir tranquila. Y podré dormir tranquila —dijo Linh, mirando alegre al cielo plomo.
—Por qué será —preguntó una prima—. ¿Por qué de pronto se te ve feliz, Linh?
Ella evadió expresar lo que sentía, aunque ni ella misma estaba segura de ese sentimiento, que le abordaba y le llevaba a una esperanza que a otras personas les sonaría ridícula.
La prima mayor ordenó cesar la charla y apuraron más el paso a la escuela. A unos cinco kilómetros. Para llegar tuvieron que pasar por los valles de muchas mesetas, hasta encontrarse en una planicie natural donde se encontraba el mercado, la oficina de organización, y el Gran colegio que recibía a los estudiantes desde hace más de un siglo, que mostraba una arquitectura tradicional, que daba en el interior un ambiente de sabiduría; pues en el centro, en el patio interior se encontraba una estatua de Buda de más de quince metros.
—Me gusta más el Buda flaco —decían muchas alumnas.
Pero el que se encontraba ahí, era el icónico hombre gordo en posición de meditación, con su rosario de ciento ocho perlas, que sostenía enroscado en sus dedos mientras mostraba su palma abierta.
Era el lugar favorito de Linh en los descansos, para sentarse y conversar con sus amigas o simplemente leer, o escribir.
Fue un lunes agradable, los maestros mostraron simpatía; y Linh estuvo contenta de que ya la pena protocolar de todos sus maestros se había perdido, y ahora la trataban como cualquier alumna que no había perdido a su padre. Ella misma se dio cuenta que ya era tiempo de ser fuerte, y que el mayor respeto hacia su progenitor era estar feliz y disfrutar de la vida. Y disfrutaba mucho ese colegio en medio del campo.
Al salir del colegio aprovechó para ir al mercado al aire libre, a comprar algunas artesanías. Encontró una pequeña réplica de un Buda gordo tallado en piedra.
—Es muy bonito —le dijo al vendedor anciano, y lo compró sonriente.
—¿Con cuántos Budas más llenarás la casa? —le preguntó la prima mayor cuando se encontraron en el camino, ya metiéndose al territorio de las montañas.
—Éste no es para la casa —dijo ella observando detenidamente el muñeco, del tamaño de su dedo gordo.
—¡Maldita sea! —dijo Minh, como guardándose esa expresión desde hace tiempo; y pues así era.
—¡No maldigas! —corearon todas, incluso Linh.
—Buda, expulsa las malas energías y llénanos de paz —corearon después, cerrando los ojos y mostrando sus palmas al igual que el misionero.
—Perdónenme —dijo Minh—, pero no pude resistir. Linh, cuéntanos, ¿estás enamorada?